10 abril 2006

Navidades negras


Desde los Evangelios Apócrifos, la religiosidad popular ha ido tejiendo un entramado de ritos, cantos, danzas y anécdotas en torno al nacimiento del Niño Jesús adecuado a la comprensión de lo inexplicable, al acercamiento, en definitiva, de lo legendario a lo cotidiano. Tal proceso ha tenido en todos sus momentos idéntico camino: ha comenzado de puertas afuera de la Iglesia y ésta, amenazada con vaciarse de fieles, se ha apresurado a aprender de lo que ocurre más allá de sus umbrales y a absorber sus atractivos. El villancico, la copla tradicional navideña, fue asunto de la calle hasta que Fray Hernando de Talavera, confesor de Isabel la Católica, pensó –como humanista cabal- que los salmos, lecciones y responsorios en latín resultaban demasiado enfadosos para el pueblo, que en fechas tan devotas optaba mayoritariamente por cantar, al relente, su propia versión irónica y hasta irreverente de la Nochebuena. Capillas, iglesias y catedrales se apresuraron así, a partir del siglo XVI, a costear la composición e impresión de villancicos en romance, sustituyendo en ellos a pastores exóticos y a Reyes Magos extraordinarios por gallegos, vizcaínos, gitanos, portugueses y franceses, suegras, doctores, abogados, enanos, sacristanes, barberos, aldeanos y zagalas.
En un momento posterior, la población negra procedente de África que, como esclava, se asentó en España y Portugal, y también la que prosiguió su éxodo hasta América, protagonizó un proceso similar.
En el siglo XVII comenzaron a hacerse frecuentes las fiestas callejeras de negros en la algarabía de la Nochebuena. Los bailes y canciones de las “zarabandas” seducían por su ritmo y su calor a las gentes, que renunciaban comprensiblemente a entrar en las iglesias, mientras que el gremio eclesiástico se desesperaba ante el carácter lujurioso y ofensivo de estas celebraciones. Una vez más, el dispositivo de conversión se puso en marcha, comenzando así el período de creación y difusión impresa de uno de los géneros más deliciosos y menos solemnes de la tradición oral: los villancicos de negros.
Los compositores asalariados por las parroquias dieron a luz, de este modo, miles de piezas sencillas y bailables en las que los personajes de Belén tomaban la fisonomía, el carácter y el modo de hablar de los africanos, y en las que la escena del Nacimiento del Niño, en un nuevo giro hacia la gracia y la proximidad de lo popular, se convertía en una ocasión para la risa, el gozo, la ironía y el desparpajo. Este mundo, casi carnavalesco, fue rápidamente difundido en pliegos y hojillas volanderas por ciegos y mendigos, y más rápidamente aún echó raíces en la transmisión oral, que aún hoy conserva muestras hermosísimas.
Hasta mediados del siglo XX –que sepamos- los folkloristas pudieron recoger al sur de Portugal poesías dialogadas donde pastores africanos reverenciaban al Niño Jesús en un portugués estropeado que allí llaman “língua de preto” (lengua de negro). En Latinoamérica, por su parte, la documentación extraída de la oralidad es ingente, apropiada, claro está, al componente afro de todo aquel territorio cultural. La oralidad española parece haber soportado mucho peor los embates de la civilización, de manera que los textos -o vestigios de ellos- de “villancicos de negros” se han documentado escasamente.
Andalucía, sin embargo, tuvo que haber sido una comarca rica en estas manifestaciones, mantenidas probablemente en la memoria de muchos hasta hace unas cuantas décadas. El poeta Pablo García Baena recuerda las tradiciones que vivió en su infancia cordobesa con un “Gozo para la navidad” que arranca así: “-Negra, vente pa Belena. / -¿Pues qué pasa, Magalena? / -Pasa el carnaval de Río, / samba y frío; / pasa el Rey Don Baltasara, / chirimía y algazara…”, y que recuerda que, para los niños de su calle, “oscura era la Virgen Pura” y “el Niño miel morena”.
La expresión popular y jocosa de lo trascendente que tuvieron los “villancicos de negros” se instaló más cómodamente aquí en el Sur, con toda probabilidad, en esas coplas pascuales en las que la Virgen resulta ser “gitana canastera” y los pastores “gitanitos de Belén”. Aun así, los restos de lo que tuvo que ser una tradición viva y jugosa durante al menos dos o tres siglos nos asaltan sorpresivamente de vez en vez.
Hace unos dos años Pepa Caro me hizo llegar desde Arcos un texto que había grabado a su madre, Dolores Gamaza, que ésta titulaba “Los negros de la mojiganga” y que decía haber aprendido de su tía, también de Arcos. “Los negros de la mojiganga” es una muestra excepcional de aquel repertorio riquísimo y alegre de “villancicos de negros” que un día resonaron a la puerta de nuestras blancas iglesias, y trae ecos de una navidad sin fastos ni oropeles que vale la pena imaginar.
Los negros de la mojiganga
viendo la noche tan clara
caminan para Belén.
(…)
jase, jase, jase,
cara de azabache,
que para los negros
también nace Dios,
calla, Francisquilla,
no lo digas, no,
que para los negros
también nace Dios.


Publicado en La Voz de Cádiz, el 24 de diciembre de 2005