Las tarascas del Corpus
Cuando el próximo 10 de junio la procesión del Corpus Christi desfile por las calles de esta ciudad habrá mantillas, cantos devotos, rezos, pero no estarán las tarascas. Las hemos perdido, se han desvanecido de nuestra memoria, haciéndonos creer que la irrupción de junio es asunto exclusivo de la iglesia, y no patrimonio del imaginario popular.
Urbano IV instituyó en 1264 la fiesta del Corpus mediante una bula que apelaba a su principal significación (“confundir la perfidia y la locura de los herejes”), y asimismo a su función pública de placer, divertimento, convivencia y júbilo. Bajo tal comprensión, desde entonces y hasta al menos el siglo XVIII las procesiones del Corpus combinaron la solemnidad litúrgica con el desfile desenfadado y procaz de gigantes, cabezudos, enanos, diablillos y tarascas, y con la interpretación popular de danzas y jácaras al son de vihuelas, castañetas y tamboriles. Con una morfología algo variable, las tarascas eran esencialmente unas figuras femeninas con apariencia de dragón, sierpe o monstruo híbrido, coronadas a partir de cierto momento por una mujer que las cabalga y que con su indumentaria anuncia la moda del nuevo año. De evidente ascendencia mítica y pagana, las tarascas fueron interpretadas por la oficialidad eclesiástica como iconos diabólicos, y su intervención en el Corpus justificada como símbolo del triunfo del Bien sobre el Mal y como aniquilación del pecado. No obstante, el deambular de las tarascas por las calles de tantas ciudades y aldeas españolas fue, desde siempre y más que nada, diversión infantil y, en definitiva, proclama popular del solsticio de verano y arenga bulliciosa del buen tiempo y el juego.
Las tarascas y los gigantes y cabezudos que las acompañaban hicieron pues de la Procesión del Corpus un acontecimiento mestizo, sincrético de lo profano y lo religioso y representativo, por lo demás, de lo más esencial de la espiritualidad mediterránea. Su presencia bajo el inmenso palio de toldos respondía a esa necesidad sureña de teatralizar lo intangible, y sus amenazas burlescas a la chiquillería resolvían la necesidad pública de socializar el miedo.
No fue la Iglesia en un primer momento quien sentenció a muerte a las tarascas, sino la Ilustración, y especialmente el desafío racional impuesto al orden público por la política de Carlos III. Su reinado fue pródigo en cédulas reales que abominaban del desenfado y el caos que estos monstruos callejeros sembraban entre las gentes, y que procuraban hacer de la devoción un asunto privado, sin las estridencias que la Contrarreforma había favorecido. Fueron entonces desapareciendo de las procesiones primaverales las danzas y las músicas y, con ellas, el jolgorio de los diablillos y los montaraces dragones. A fuerza de intentar desproveer de control social a la Iglesia, el pensamiento ilustrado acabó por poner la primera piedra para la extinción de una manifestación verdaderamente social, pagana y espontánea, como llegó a verlo Jovellanos que, crítico con sus propios postulados, lamentaría la triste solemnidad a la que fue quedando reducido el Corpus: “no basta que los pueblos estén quietos, es preciso que estén contentos.”
El racionalismo, en este caso, fue el inicial traductor-traidor del binomio civilización vs. barbarie: despojó a la fiesta de su sentido profano y puso en marcha los motores de la desmemoria, poniendo en manos exclusivas de la liturgia el regalo del estío. Aún quedan tarascas diseminadas en los desfiles de algunos pueblos, muy despojadas de protagonismo, reducidas apenas a un divertimento infantil recatado y hueco: dragones mecánicos que no asustan y que, por tanto, no nos dan la opción de enfrentarnos al diablo. Desterrado el pecado de la calle, las últimas décadas de patriotismo, doctrina y dirigismo cultural han hecho desfilar, en tromba, a las mantillas, una moda que cabalga sobre cabezas femeninas, pero de las que extrañamente nadie parece advertir su peligro.
(Publicado hoy en La Voz de Cádiz)
Algunas referencias imprescindibles:
Fernando Martínez Gil y Alberto Rodríguez González (UCLM), “Del Barroco a la Ilustración en una fiesta del Antiguo Régimen: el Corpus Christi”, Cuadernos de Historia Moderna Anejos, 2002, I, 151-175.
José María Bernáldez Montalvo, Las tarascas de Madrid, Ayuntamiento de Madrid, 1983.
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