Cultura popular y modelos de mujer: adúlteras
El silencio sepulcral que la literatura popular mantiene sobre el adulterio masculino no hay más remedio que interpretarlo como prueba del consenso mayoritario acerca de este asunto, que a todas luces no reviste para nuestro colectivo cultural índice alguno de conflicto. En claro contraste, nuestra memoria tradicional abunda en casos de adúlteras que, solícitas al pecado infame, arruinan familias, abandonan a los hijos y llevan a la desgracia a maridos bondadosos e inocentes, los cuales, en arrebatos justificados hasta la saciedad, se ven en la trágica obligación de castigar a sus esposas con la muerte. En todos lo casos, el perverso adulterio de la mujer se contempla como el desencadenante de la desestabilización de la familia y, por ende, del pacífico orden social.
La adúltera es la versión hogareña de la mujer salvaje, demostrando con ello que los peligros de la maldad femenina no sólo se esconden en cuevas misteriosas, en riscos inaccesibles o en el remoto fondo del mar, sino que pueden albergarse en la propia alcoba. Como las salvajes, las adúlteras son seres no domesticados que palian su amenazante soledad entregándose a sus instintos más ínfimos, para cuya satisfacción descuidan los sagrados deberes de la maternidad y del sostenimiento del hogar. A diferencia, sin embargo, de las salvajes, las adúlteras son extremadamente precavidas, mentirosas, astutas y formadas, aptitudes que ponen al servicio de ocultar su trasgresión pero que, en último término, agravan la dimensión del pecado cuando éste es descubierto. A diferencia también de las salvajes, las adúlteras son culpables de una inmoderada coquetería, debilidad que con frecuencia ciega la astucia y las encamina al inexorable castigo.
El romance de Albaniña, una de las adúlteras más venerables de la tradición oral hispánica, relata cuánto de arriesgado hay en que el marido no mantenga una vigilancia firme de su honra. Mientras éste sale de caza, Alba se exhibe impúdicamente en su balcón (“muy peinada, muy lavada, / su poquito de arrebol”) y consiente de inmediato a las insinuaciones del caballero que por allí pasea (“-Suba, suba, caballero, / una nochecita o dos, / mi marido está cazando / en los Montes de León”), expresando “salvajemente” su desprecio al esposo (“ para que no vuelva más / le echaré una maldición: / cuervos le saquen los ojos, / águilas el corazón…”). El regreso inesperado de éste desata el ingenio de la adúltera, que aduce mil y una excusas para justificar las prendas del amante (la espada, el sombrero, la capa) esparcidas por la casa: “- Tuyo, tuyo, dueño mío, / mi padre te lo mandó / pa que fueras a la boda / de mi hermana la mayor”. Agotadas, sin embargo, las disculpas, Alba reconoce al final su pecado y pide su ejecución: “Mátame, marido mío, / que te he jugado a traición”.
La ecuación perversa soledad + sabiduría avisa en muchos textos populares de lo peligroso que resulta que la casada tenga acceso a algún tipo de formación. Saber leer y escribir, por ejemplo, sólo sirve para intensificar la malvada astucia de la mujer que, dotada de ciertos recursos intelectuales, encuentra vías más sofisticadas para el engaño. La popular balada de Los presagios del labrador presenta a un honrado campesino que abandona las tareas del campo para apresurarse a volver a su casa, ya que su corazón présago le avisa de que allí su mujer le está traicionando. La escena de los amantes en la cama que presencia con espanto el labrador lo enfurece lo suficiente como para acuchillar a los adúlteros de inmediato, no sin antes recriminar a la esposa, ya envuelta en su propia sangre: “Ven acá, villana, perra. / Si lo hacías por comer, / ahí tenías mis haciendas; / si lo hacías por beber, / ahí tenías mis bodegas; / si lo hacías por marido, / haberme escrito unas letras, / que bien sabes escribir, / ojalá, Dios, no supieras”.
La coquetería, en fin, puede nublar el ingenio de muchas adúlteras que, ensimismadas en su propio atractivo, descuidan el disimulo necesario para librarse del castigo marital. En España, América, y en las comunidades sefardíes repartidas por el Mediterráneo pervive con cierta popularidad el romance de Landarico. En él, la reina protagonista, distraída ante el espejo con su belleza, no advierte que quien se acerca por detrás para obsequiarla no es su amante, sino el rey, a quien dirige con arrobo estas palabras: “Tate, tate, Landarico, / mi pulido enamorado; tres hijos tuve contigo / y uno con el rey son cuatro; / si el del rey viste de seda, / los tuyos seda y brocado; / si el del rey monta la mula, / los tuyos mula y caballo; / si el del rey bebe del tinto, / los tuyos del tinto y claro”. Esta adúltera pone en entredicho de forma explícita, ni más ni menos, que la virilidad del esposo, elemento que al fin y al cabo es el cuestionado, a ojos del varón, por el propio hecho del adulterio. La reacción del rey, por tanto, ni se hace esperar ni encuentra paliativos a su crudeza: “- Dios te perdone, la reina, / que yo no te he perdonado.- / La cabeza entre los hombros / al suelo se la ha arrojado”.
Publicado en La Voz de Cádiz, el 18 de marzo de 2006
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