23 diciembre 2006

Patrimonio intangible, patrimonio vendible


La foto fue tomada anoche, en Arcos de la Frontera (Cádiz). La candela luchó contra el frío, y los vecinos de "El Barrio" contra la música navideña enlatada. El anís, el chocolate y los buñuelos hicieron el resto. Gracias.


La Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial aprobada por la UNESCO es muy reciente, de octubre de 2003, y hasta esa fecha -y sobre todo a lo largo del cruento siglo XX- han sido muchas las tradiciones orales que inevitablemente se han extinguido bajo la presión de la estandarización cultural, de la comercialización poco ética o de gobiernos dictatoriales a los que tanto les escuece la diversidad cultural.


Aun así, el tratado de la UNESCO dota por fin a la cultura inmaterial de un marco jurídico y programático del que carecía, y cuya ausencia había permitido tantos abusos y desmanes. La cuestión pendiente es, ahora, que los acuerdos internacionales calen en los programas políticos nacionales y locales, en la empresa turística, y más que nada en la ciudadanía, para la que quizás no sea demasiado tarde; que el respeto al patrimonio intangible, en fin, se equipare al que en las últimas décadas ha conseguido el patrimonio material, sobre el que hoy nadie duda a la hora de recuperarlo y conservarlo, y cuya puesta en valor se practica bajo una férrea disciplina proteccionista.

El retraso que la protección de bienes intangibles ha venido sufriendo descansa en más de una razón. En primer lugar, su propia naturaleza dificulta enormemente la identificación y catalogación de estos bienes, que se refieren básicamente a las tradiciones orales, pero también a los ritos, usos y costumbres, a los espacios naturales de recreación y a los sistemas de valores y creencias. En segundo lugar, la variabilidad constante de esta parte de la producción cultural colectiva hace muy compleja su aprehensión y encarece desde todos los puntos de vista su aprovechamiento de cara al desarrollo. Por último, es indudable que una sociedad desmemoriada y mercantilista como la nuestra soporta mal el deber de proteger un patrimonio que ni toca, ni ve, ni le sirve, ni le lucra. En tal sentido, sólo el mínimo uso pedagógico que en el ámbito escolar se le ha venido dando a las tradiciones orales es digerido con cierto interés por políticos y ciudadanos.

Por lo demás, el uso que se ha hecho de este bien en las últimas décadas desoye penosamente las advertencias que ya en 1996 se especificaron en el informe de la Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo de la UNESCO, decisivo para la posterior Convención, pero todavía sin valor normativo. Tal informe abordaba por primera vez la necesidad de salvaguardar el patrimonio intangible desde el ámbito político, ético y fiscal y avisaba, como digo, contra perniciosas inclinaciones: la tendencia política de transformar la complejidad de esta parte de la cultura en mensajes simplificados (y contrarios, por tanto, a la diversidad), o el peligro de la mercantilización de bienes tradicionales, sobre todo en manos de empresas dedicadas a satisfacer la demanda de un turismo interesado en las “artes étnicas”.

Con la excepción de unos pocos museos, fundaciones etnográficas e iniciativas privadas que han asumido con riguroso respeto la protección de este patrimonio, este país está lleno de ejemplos que hablan de la perversa ecuación entre patrimonio intangible y patrimonio vendible.

La provincia de Cádiz, sin ir más lejos, y en concreto sus tradiciones orales, son un caso llamativo. Abandonado sin escrúpulos por unas instituciones públicas volcadas en la cultura material y en la cultura “de lujo”, el patrimonio poético-musical de nuestros pueblos ha venido vendiéndose en kioskos, librerías y puestos turísticos en forma de atractivas y vistosas “latas musicales” que falsean la verdadera naturaleza de estas manifestaciones y ocultan su origen y condición, o en forma de libros con textos “dignificados” por una mano “culta” que arrebatan el protagonismo a los verdaderos dueños de este bien, los transmisores, los depositarios del saber tradicional. El absurdo consumo, en fin, de un patrimonio que, estando en nuestra memoria, no tendríamos necesidad alguna de comprar, llega por ejemplo con lo que acabo de ver en Jerez: un grupo de mujeres y hombres de entre sesenta y ochenta años se reúnen para celebrar la Navidad y contratan por 1.800 euros una zambomba, sin caer en la cuenta de que ellos son los que recuerdan esas canciones que los que cobran han aprendido de ellos.

Artículo publicado hoy en La Voz de Cádiz