28 abril 2006

Tradición, lujo y melancolía


Tradición, lujo y melancolía. Los "Gozos para la navidad" de Pablo García Baena

Entre 1974 y 1983 y coincidiendo con los días navideños, el poeta Vicente Núñez, apartado de la confusa vocería en su Aguilar natal, fue recibiendo de Pablo García Baena, dulce amigo desde los tiempos de Cántico, poemas y canciones de tema pascual en los que el remitente, acaso procurando mitigar la melancolía del destinatario, iba destilando su propia melancolía. Estos diez “juguetes navideños” –así llamados por el propio García Baena- fueron publicados por Hiperión en 1984 bajo el título de Gozos para la Navidad de Vicente Núñez, en una preciosa edición que, por riguroso orden cronológico, se abre con el primer envío, “Ensaladilla de Navidad” (1974) y se cierra con el último, “Antiguo muchacho” (1983). Uno y otro, en efecto, marcan los hitos de esta experiencia sentimental transmutada en decir poético: la “Ensaladilla” se arma sobre el gusto por el verso tradicional y concentra el conocimiento del poeta de la canción áurea, tal y como sucedía en sus primeros libros (Rumor oculto y Mientras cantan los pájaros); los alejandrinos de “Antiguo muchacho”, por su parte, son prolongadas lágrimas que, al hilo de la vida, vuelven por la emocionada evocación de la infancia del libro de madurez del mismo título, aquel que junto con Junio y Oleo había representado, en los cincuenta, el inicio del silencio.

La tradición, un manso ruido

Los Gozos, como avisa su título, son, antes que nada, canciones: “unos motetes –dice García Baena- que se cantan o se cantaban en las iglesias durante los octavarios al Niño recién nacido, dentro de la especial liturgia andaluza del Nacimiento”. De ahí que su cabal lectura sólo sea posible desde el entendimiento de lo que hay de música, del sur y de lo popular tras cada verso.
El placer evidente del poeta por romances, romancillos, seguidillas y rimas imperfectas (como a la asonancia llaman los “cultos”) data de su primer contacto con la poesía y, más allá, de su infancia cordobesa. Los de Cántico no estuvieron precisamente a la moda cuando, descartando el realismo social y la espiritualidad agónica, encontraron su canción en la sensualidad y en una religiosidad esteticista y bienhechora, a caballo entre el artificio del Barroco y la expresión popular y candorosa de lo trascendente. De este modo, la “Ensaladilla de Navidad”, las “Cautelas de José”, la “Villanesca” o la “Nana de los niños cordobeses” recuperan el esmero de los poetas del siglo XVII por la elaboración del poema como objeto de deleite, como canción que se enraíza en la melodía esencial del pueblo pero que, descartando lo vulgar, alcanza un elevado nivel de preciosismo.
La vocación musical de los textos es aún más explicable –como decía- si consideramos a García Baena como un eslabón más en la cadena de los poetas del sur, la que arranca con Góngora y prosigue con los modernistas, y se enfrenta siempre, desde el folclore y la sensualidad, a la sobriedad y la aspereza de la obra de los castellanos.
Pudiera pensarse, por todo esto, que únicamente la intuición lleva al cordobés a sumarse a este modo de expresión poética. Ni por asomo. Cada gozo es, además, una revelación del conocimiento profundo de García Baena de la tradición. Es regocijante, en este sentido, el “Espiritual negro”, recreación de los villancicos de negros que –obsequio de la esclavitud- dieron color vivísimo y tropical perfume a la vieja Navidad castellana. Y emocionan los endecasílabos gallego-portugueses de la “Gaita galega”, homenaje al poeta del mar de Vigo, Martín Códax, como homenaje fueron los versos “de gaita” de otro poeta del sur, Rubén Darío, a otro gallego, Valle-Inclán.

El lujo de la aldea

Enviados a la aldea de Vicente Núñez, los Gozos llevan aires de aldea, “universo de pueblo”. Se paladean porque el poeta se instaura en ese menosprecio de corte tan caro al desengaño humanista del Siglo de Oro. La loa de lo rústico, añoranza de la Edad de Oro, plena fe en que sólo el apartamiento y la concordia con la naturaleza proporcionan el lujo de la felicidad. A este mundo dulcísimo hace bajar García Baena a gañanes, pastores y hortelanos, a los Reyes de Oriente y a la propia Sagrada Familia, para que San José y María conversen sobre la mejor forma de abrigar al Niño y para que el Niño, recién llegado al albergue de las Soledades, se alimente de la leche materna en “níveo pórfido cuenco”.
Hay una esencial comprensión de la teología del sur, la que inevitablemente expresa la pasión mediante la carne. Por eso, aquí, humanizar es sacralizar, y comprender visualizar lo invisible. Por eso el poeta acude al pintor. En “La cocina de los ángeles”, lienzo de Murillo, conviven hombres, santos y serafines, en la ajetreada tarea de preparar viandas celestes y terrenales a un tiempo. El gozo del mismo título pone en movimiento la escena barroca (“¡Qué ir y venir esta Noche / por las cocinas del cielo!) y, más allá de la palabra, descubre el olfato y el paladar de la Navidad andaluza, y sobre todo de la Navidad infantil, la del punto de nieve, la de los torreznos, buñuelos, mostachones y alojas de caramelo.
Otro imaginero de lo celestial, Salcillo, recibe honores en la “Tarantela napolitana”, un Belén rústico poblado y animado por los arrieros de Totana y los huertanos. Cumple García Baena, de nuevo, con su memoria tradicional y lleva al verso cantable las figuras que moldeara el murciano. De intensa vocación mediterránea, la “Tarantela” explica esa particular percepción de los misterios divinos por la vía de la humanización.

Y la melancolía

En sus envíos navideños, la melancolía se va apoderando del remitente. Entre santos y pastores se cuelan las niñas de Aguilar que juegan “a la chiribomba”, familiares antiguos, nanas y niños cordobeses, el Guadalquivir... La tradición, ahora sí, se apodera del canto por la vía intuitiva, y evoca los romances que un día fueron la propia Navidad infantil (Madre, a la puerta hay un niño, La Virgen y el ciego). Los ángeles de la cocina, más que símbolos de la belleza, arquetipos de lo eterno para el poeta, son los angelitos de las cuatro esquinas de la cama, la plegaria salvadora para el niño perplejo.
“Antiguo muchacho”, el último gozo, ya no es un juguete para el amigo, sino un lamento a dos (el que canta y el que oye). Melancolía de la lucidez antigua, la que nos permitía ver a los Reyes Magos, del pecado esencial de paladear dulces prohibidos. Y sed de naranjas.


(Publicado en La Ronda del Libro. Períodico Literario de la Feria del Libro de Cádiz, núm. 7)

20 abril 2006

"Quien inventó los cantos..." Poesía rumana de tradición oral


Ion Talos(1)
Traducción de Ion Talos y Mª Jesús Ruiz
Artículo publicado en Maiastra, anul III, nr. 4, 13, 2007, pág. 12 (Rumanía)


Rumanía es prácticamente desconocida en España. Ni siquiera se sabe que Dacia fue conquistada por un emperador de origen andaluz, Trajano, y que los rumanos están orgullosos de ser sus descendientes. En una expresión coloquial muy difundida, las gentes de allí llevan a gala ser nieto de Trajano, y su tradición oral conserva cientos de historias y leyendas sobre el conquistador. Parece probable también que en la colonización de la Dacia participara una mayoría de españoles, aunque uno de los sucesores de Trajano, Aureliano, se apropió del territorio poco tiempo después de su colonización, entre el 271 y el 273. Pese a todo, los rumanos hablan un idioma románico que tiene muchísimas semejanzas con el castellano.

La poesía popular rumana comprende un repertorio riquísimo y, todavía como canto de trabajo o de fiesta, vinculada a los hitos del mundo rural, permanece frondosamente viva. Como en el resto de Europa, las primeras colecciones de textos recogidos de la tradición oral deben su existencia al afán de los románticos decimonónicos por rescatar la Naturpoesie, un fervor por la palabra popular que llevó al rumano Nicolae Pauleti, un alumno de la Escuela Católica de Blaj, a formar un corpus de más de trescientas canciones líricas, recogidas de las gentes de su pueblo alrededor de 1838. A la pionera colección de Pauleti se sumó, sólo diez años más tarde, la del poeta V. Alecsandri, cuyo exhaustivo repertorio de baladas y textos líricos ha sido traducido, a lo largo del siglo XX, al francés, inglés y alemán. Pero además, el cancionero tradicional fue para los intelectuales rumanos del siglo XIX (como para los italianos) un arma con la que luchar por la unificación de todas las provincias de habla rumana en un solo estado, deseo que alcanzaron ver parcialmente cumplido ya en 1859.

A diferencia de otros repertorios poéticos tradicionales (el romancero hispánico, por ejemplo), la canción popular rumana no es, en su mayoría, obra de autores cultos que, una vez tradicionalizada, se convierte en patrimonio de la colectividad transmisora. En este caso –como digo- los textos han sido creados por campesinos, casi todos iletrados, pero dotados de una especial sensibilidad literaria y de una preparación en el arte de componer que hace que su comunidad los reconozca como maestros en hacer canciones. Por otra parte, la literatura rumana de autor ha reconocido desde siempre su deuda con la poesía oral, de manera que los grandes poetas del país, M. Eminescu o Lucian Blaga, por ejemplo, dejan ver en su obra la utilización de los textos campesinos como manantial de su inspiración.

En lo que a su forma se refiere, baladas y canciones líricas han heredado de la poesía popular latina su versificación esencial, es decir, estrofas que combinan versos de 5/6 y de 7/8 sílabas. Si atendemos a la simbología utilizada y a ciertas expresiones recurrentes, los textos rumanos, muchas veces, evidencian una estrecha vinculación con la lírica tradicional hispánica, que quizá habría que entender como supervivencias de una estética popular pan-europea gestada en los últimos siglos del Medievo. Por otra parte, resulta especialmente llamativo que la funcionalidad de estas canciones, su uso cotidiano por parte de los transmisores, se identifique tánto con el empleo de la balada o de la canción lírica en España. Me refiero, en concreto, a la costumbre (sobre todo en Andalucía) de festejar las celebraciones navideñas con un amplio repertorio de textos profanos, eróticos y picarescos en su mayoría, los cuales conviven sin conflicto con los “más adecuados” textos piadosos. Este fenómeno, registrado con detalle por Virtudes Atero en su Romancero de la provincia de Cádiz(2)
, es francamente raro (por no decir inexistente) en el resto de los países neolatinos, y me lleva a pensar –junto con otras razones- en la necesidad de que las culturas orales de los españoles y los rumanos sean objeto de un estudio comparativo.


TEXTOS(3)


1. Doamne, Doamne,
mult zic Doamne,
Dumnezeu pare câ doarme
cu capul pe-o mânâstire
si de nimeni n-are stire.

2. În grâdinâ
toate pâsârile dorm,
numai una n-are somn:
catâ sâ se facâ om.

3. Codrule, codutule,
deschide-ti cârârile
sâ-mi duci supârârile.

4. Câte stele sunt pe cer,
pânâ-n ziuâ toate pier,
numai una mai micutâ
pâzeste pe-a mea mândrutâ,
nu cumva sâ râtceascâ
la mine sâ un gândeascâ.

5. De-ar fi fete ca mândra,
nu mi-ar trebui luna,
nici luna, nici stelele,
c-ar lumina fetele.

6. Cine crede dorului,
are casa cucului
si odihna vântului.

7. De n-ar fi ochi si sprâncene,
n-ar mai fi pâcate grele,
dar ochi si sprâncene sunt,
si pâcate pe pâmânt.
Ochii si sprâncenele
ele fac pâcatele.

8. Cine-a stârnit horile
aibâ ochi ca florie
si fata ca zorile.

* * *

1. ¡Ay, Dios mío, Dios mío!
¡tántas veces te llamo!
Tú pareces dormir
recostado en la iglesia
y olvidado del mundo.

2. En el jardín
los pájaros se duermen,
pero uno se desvela:
intenta hacerse hombre.

3. ¡Oh, bosquecillo mío!
ábreme tus senderos
y cura mis tristezas.

4. ¡Cuánta estrella en el cielo!
Las borrará la aurora,
pero mi enamorada
guarda la más pequeña:
es la que le recuerda
que de su pensamiento
nunca debe borrarme.

5. Si las muchachas fueran
como mi amada,
no me haría falta la luna,
tampoco las estrellas,
las muchachas alumbrarían.

6. Para el que crea en el amor
la casa del cuco
y el descanso del viento.

7. De no haber ojos y cejas,
no habría pecados graves,
pero hay ojos, hay cejas,
y muchos pecados sobre la tierra.
Los ojos y las cejas
son los que hacen los pecados.

8. Quien inventó los cantos
hizo a los ojos como flores
y a los rostros como auroras.


NOTAS

1) Ion Talos es profesor de la Universidad de Colonia (Alemania). De origen rumano, ha dedicado las últimas décadas a la recolección y el estudio de la poesía de tradición oral de su país, y ha ido publicando los resultados de su investigación en diversos repertorios y textos teóricos. Su última obra es el interesantísimo Petit dictionnaire de mythologie populaire roumaine (ELLUG, Université Stendhal, Grenoble, 2002). Los textos que aquí se incluyen son una pequeña muestra de su recolección en diversas zonas de Rumanía.
2) Cádiz, Fundación Machado-Universidad de Cádiz-Diputación de Cádiz, 1996. Para el caso de Rumanía, vid. Ion Talos, “Câteva consideratii asupra colindatului si colindelor la popoarele romanice”, en Limba si Literaturâ, 44 (1999), pp. 71-91.
3) Para la traducción de los textos, hemos rechazado una versión literal al castellano, la cual no respetaría el ritmo y el sentido musical de los mismos. Teniendo en cuenta que se trata de canciones, optamos entonces por una traducción esencialmente rítmica, procurando, eso sí, no traicionar nunca el significado de cada texto.

14 abril 2006

La poética de Juan Panadero: versos de repente















UN EJERCICIO DE MEMORIA PARA EL SUEÑO REPUBLICANO DE ESTE 14 DE ABRIL

Tengo mi pecho de coplas
que parece un hormiguero:
se lían unas con otras
a ver cuál sale primero.


La atención que los poetas del 27 –Lorca y Alberti, sobre todo- prestaron a la poesía de tradición oral como venero ético y estético de sus propias composiciones parece estar fuera de toda duda. Ahora bien, la investigación sobre este asunto se ha ceñido al análisis de obras como el Romancero gitano, Marinero en tierra o El alba del alhelí, entendiendo –muy comprensiblemente, por otra parte- que era en estos textos donde se renovaba la esencia de la antigua poesía popular, “esa poesía –en palabras de Dámaso Alonso- blanca, breve, ligera, que toca como un ala y se aleja dejándonos estremecidos, que vibra como un arpa, y su resonancia queda exquisitamente temblando”. Menos interés ha merecido, sin embargo, la estricta vocación oral de las Coplas de Juan Panadero, redactadas por Alberti en su exilio americano y más atentas, en apariencia, al análisis de lo social y a la protesta política que a la reestructuración vanguardista de moldes populares. A mi entender, la palabra de Juan Panadero no es, por política, menos poética, ni está más lejos, por parecer más inmediata y menos sugerente, de la antigua poesía oral. Eso sí, de “otra” vertiente de la poesía oral, no la de alas blancas, sino la de cuchillos negros.

Tras redactar los versos (blancos y azules) de Marinero en tierra, Alberti comienza a intuir el lado oscuro de lo popular durante su estancia en Rute, germen de lo que saldría publicado como El alba del alhelí, pero que –tengámoslo en cuenta- iba a titularse Cales negras. Allí, en el segundo libro (El negro alhelí), en poemas como “La encerrada”, “La maldecida” o “El albardonero”, comienza a construir el poeta su otro ámbito, el del himno de un mundo que debe ser conquistado para la justicia y que, junto al canto de los paraísos perdidos, compone –en acertado juicio de García Montero- el universo albertiano. No se aprecia todavía aquí, no obstante, el estremecimiento ante la miseria que vertebra algunos poemas de Consignas, un librito que acoge los primeros cantos revolucionarios y que se publica en 1934. De éste es el poema “En forma de cuento”, que lleva la siguiente introducción en prosa: “Con frecuencia, en los periódicos, aparecen esos terribles telegramas que cuentan cómo al quedar abandonados los niños de los trabajadores que no pueden cuidarlos todo el día, se caen en los braseros, en los pozos, son mordidos por los animales, etc.” El ejemplo habla por sí mismo: a partir de un cierto momento, el poeta ha dejado de identificar lo popular sólo con el canto colectivo y gozoso aprendido en Lope y en los antiguos cancioneros, y ha empezado a incluir en su poética particular la estética atroz de la literatura de pliego, aquella que, pregonada por ciegos y mendigos, se había encargado, por lo menos desde el siglo XVII, de divulgar en la oralidad los crímenes y furias de los desheredados. El mismo Alberti ubica en los inicios de la década de los treinta este descubrimiento, cuando –según él- comienza a ser “poeta en la calle” y cuando estrena Fermín Galán, pieza dramática a la que considera “como un romance de ciego en honor del héroe republicano fusilado por la monarquía”.

Ser “poeta en la calle” parece, pues, implicar para Alberti ser cronista del pueblo, convertirse en vate callejero, a modo de esos verseadores rurales que se alimentan del anecdotario desdichado de sus vecinos para poner en rimas tales sucesos. Algo más tarde, después de 1938, encontrará definitivamente la fórmula idónea para hacerlo: los tercetos seriados de “El caudillote azul imperator”, base formal de las Coplas de Juan Panadero.

La primera edición de las Coplas (Montevideo, 1949) manifiesta a todas luces su vocación de literatura oral: en la portada se hace constar que han sido “recopiladas y ordenadas” por Rafael Alberti (algo que sólo desmentiría en la edición española de 1977) y, en el interior, los versos se acompañan de “diez aleluyas” de Toño Salazar, un caricaturista salvadoreño desterrado en Uruguay que, a la manera de los anónimos ilustradores de los antiguos pliegos, dio a los versos de Juan Panadero su definitiva apariencia de poesía de cordel.

De no haber sido por Alberti, riguroso recolector, los versos de Juan Panadero no habrían conocido nunca la letra impresa. Porque si algo está claro es que Panadero no es poeta letrado. Como el gaucho Martín Fierro, sólo es capaz de rimar al son de la guitarra, así que debemos entender que sus versos brotan de repente, acuciados por la necesidad de dar respuesta a las injusticias –pero también a las alegrías- vividas por su pueblo. Las coplas –a Martín Fierro- le iban brotando “como agua de manantial”; para Juan Panadero las coplas son saetas certeras, metralla, verdades “salidas como de un avispero”, es decir, básicamente espontáneas, esencialmente necesarias. Juan Panadero, auto-investido portavoz del pueblo, se parece –sí- a Martín Fierro. Lo cual nos lleva a pensar que el contacto con el folklore argentino, con los ritos pampeanos en concreto, resultó decisivo para Alberti. En España había conocido, la posibilidad de ser poeta en la calle, vocero, cronista de la intrahistoria, y había apreciado en la tradición literaria popular la eficacia, para esto, del verso corto, de la “rima pobre”. En Argentina se topa con la decisiva figura del payador, todavía hoy en vigencia, y parece entender que, para ciertas palabras, la escritura resulta una cárcel, que para ciertos mensajes sólo la voz y el canto se revelan efectivos. Por eso Juan Panadero nace campesino, se hace chacarero, se declara copla, dice hablar a voces y ensaya soleares y siguiriyas.

La palabra de Juan Panadero aprende, pues, del payador Martín, y –es evidente- complementa a la palabra de otro Juan, llevado en la maleta del exilio: Juan de Mairena, discípulo a su vez de otro Martín, Abel Martín. Juan de Mairena alimenta la condición fronteriza de las Coplas (entre literatura y filosofía) y, sobre todo, presta su pensamiento poético a los principios de poética defendidos por Panadero. “En nuestra literatura –decía Mairena- casi todo lo que no es folklore es pedantería”, sentencia que muy bien podría resumir la “gramática” del apócrifo albertiano, para quien la economía expresiva (“Es lo que vengo a cantar, / de diez palabras a veces / sobran más de la mitad”), la espontaneidad (“Yo soy como la saeta, / que antes de haberlo pensado / ya está clavada en la meta”) y el rechazo al preciosismo (“Mi copla es la claridad...”) son, entre otras, reglas inviolables.

Cronista ágrafo, Juan Panadero es también –según él- otro Juan, Juan Sin Miedo, cuya evocación en las Coplas instala a éstas, definitivamente, en el repertorio infinito de la poesía oral, alejándolas del muchas veces denostado academicismo y sugiriendo la ineficacia, en ciertos asuntos, de la palabra escrita. La intención primordial sería, pues, demostrar la supremacía de la voz y el alma sobre el libro y el intelecto, plantear que, en ocasiones, el mejor uso que se puede hacer de los libros es apilarlos en el suelo, para así alcanzar a dar un beso a Juan Nadie.

(Publicado en La Ronda del Libro. Períodico Literario de la Feria del Libro de Cádiz, núm. 6)

12 abril 2006

Repertorio Infantil Sefardí de Tradición Oral


Susana Weich-Shahak, Repertorio tradicional infantil sefardí. Retahílas, juegos, canciones y romances de tradición oral. Estudio crítico preliminar de Ana Pelegrín. Madrid, Compañía Literaria, 2001.

Cuando los judíos fueron expulsados de la Península habían vivido aquí durante casi catorce siglos. Como recuerda José Manuel Fraile en una exquisita grabación dirigida por Susana Weich-Shahak (Arboleras, 1996), no pudieron llevarse, en su exilio, ni monedas ni objetos materiales, pero sí un riquísimo repertorio poético-musical que hoy debería figurar en la realidad cultural española. Esta antología viene, como otros trabajos de la misma autora, a remediar en lo posible ese olvido y, sobre todo, a restituirnos la memoria, cuyo origen es muy anterior a nuestra propia existencia. Para ello, la profesora Weich-Shahak ofrece un enjundioso corpus de tradiciones infantiles recogidas en prácticamente todos los enclaves de la diáspora mediterránea, desde Marruecos a Turquía, desde Francia a Israel, pasando por Bulgaria, Grecia o Macedonia. Es el resultado de unas esmeradas y exhaustivas encuestas iniciadas en 1975 y prolongadas hasta hoy mismo. A través de ellas, y como bien demuestra la oportuna documentación fotográfica incluida en el volumen, informantes ya aedados, y en ocasiones hasta ancianos, se reinstalaron por unas horas en su infancia lejanísima para rescatar los tesoros folklóricos de la niñez y concedernos el privilegio de vivir el tiempo de otra manera, de esa forma ritual y cadenciosa –lógica, por tanto- que la civilización parece habernos negado definitivamente.
Pero vayamos por partes. El Repertorio Tradicional Infantil Sefardí (RIS, desde ahora) no es sólo un refugio para la evocación sentimental. Los estudios introductorios que incluye, el material que estudia, la perspectiva lúcida con la que se ha clasificado, las notaciones musicales que acompañan a los textos y, en definitiva, su naturaleza misma, hacen de él un corpus excepcional, modélico en el ámbito de los estudios sobre la oralidad.
A estas alturas, cuando la documentación sobre la materia tradicional panhispánica resulta ya inabarcable, no es fácil asumir la necesidad de estudiar cada repertorio estableciendo correspondencias entre lo recolectado y lo documentado previamente. Susana Weich-Shahak no lo esquiva y abre el RIS con una introducción teórica en la que indaga en el carácter sincrético del corpus, es decir, en sus conexiones con materiales de fuentes antiguas, con el resto de la tradición hispánica y con las culturas del entorno en el que se ubicaron los sefardíes en sus diásporas. Concreta así, en primer lugar, los diversos grados de relación que los textos y juegos sefardíes mantienen con los folklores hispánicos, y que van desde la semejanza en estructuras y temas hasta las coincidencias que atañen a la función. Más tarde, analiza las concordancias del material con documentos inquisitoriales y criptojudíos, para concluir con un esclarecedor reconocimiento del trasfondo religioso propiamente judío que anima el significado de muchos de los textos. En último término, tal perspectiva se prolonga a lo largo de la lectura del RIS, desde el momento en que, en muchísimos casos, la autora ha anotado al pie de las versiones una ingente información que enriquece el planteamiento inicial: comentarios particulares, o traducciones de términos y expresiones incorporadas a tal o cual texto por la proximidad cultural con otras lenguas (hebreo, turco, búlgaro, árabe, griego o arameo).
El RIS sigue desbordando cualquier expectativa ante la lectura del estudio crítico de Ana Pelegrín (Tuvo que contar cien y un año). En perfecta sintonía con Weich-Shahak, Pelegrín prolonga el doble objetivo de trazar correspondencias culturales y, desde ellas, desvelar significados poéticos. En este caso, su intención le permite completar el perfil global del corpus al establecer los diversos grados de tradicionalidad apreciables en los textos, delimitando sistemáticamente unos materiales “de primera generación” -documentados en el Siglo de Oro o delatores de su antigüedad por su formulación-, otros de incorporación tardía –justificada ésta por la convivencia de la comunidad infantil sefardí con niños españoles durante la época del Protectorado Español en Marruecos, por ejemplo- y otros, en fin, pertenecientes en exclusiva al repertorio sefardí. Tuvo que contar cien y un año es, además, uno de los ensayos más lúcidos, rigurosos, deliciosos y sensibles que se han escrito sobre la tradición oral infantil: emplea, al mismo tiempo y en igual proporción, la erudición para lo inteligible y la intuición poética para lo enigmático. Valga, como muestra, la riquísima documentación icónica y literaria con que se comentan los juegos y, sobre todo, el iluminador análisis de las versiones griegas de Esterica, mi hermanica.
A Pelegrín remite también Weich-Shahak a la hora de fundamentar la clasificación por la que ha optado. Verdaderamente, resulta muy complicado ordenar –para comprender- un repertorio en el que en cada texto “se hace” por un conglomerado de palabras, ritos, gestos, imágenes y evocaciones, y que además oscila muchas veces entre el uso lúdico que el niño hace de su cuerpo y su voz, y la función que la madre, como primera nutridora del caudal poético, desempeña. Es por eso que parece muy acertado partir –como aquí ocurre- de la consideración del texto infantil como “retahíla” y proceder a una distinción en tres categorías básicas, dependientes de la estructura y de la temática: retahílas escénicas, retahílas cuento-fórmula y retahílas petitorias. Y es enormemente clarificador agrupar bajo tales etiquetas distintas subcategorías atendiendo a la función que los materiales cumplen en el desarrollo del niño. Así, es posible apreciar y aprender cómo, por ejemplo, el modelo esencial de la retahíla escénica se actualiza en un uso diversificado según sirva para canalizar la comunicación entre madre e hijo, entre niño y niño, o entre el niño y la naturaleza. Siguiendo tal lógica, la incorporación al RIS del repertorio de juegos sin texto está más que justificada puesto que -como apunta la autora- por encima de las particularidades de los juegos documentados, la presencia de éstos en la colección permite acceder a una comprensión global de la actividad lúdica de los niños de la comunidad sefardí.
¿A qué jugaban estos niños?, ¿qué cantaban en sus juegos? La pregunta, obligadamente, se plantea en pretérito. Susana Weich-Shahak comenta su asombro ante el esmero con que los informantes del repertorio han atesorado en su memoria retahílas, canciones y romances hoy ya en desuso. Su asombro también revela la pesadumbre por la desestructuración de una sociedad folklórica modélica, capaz hasta hace poco de desechar la renuncia a sus tradiciones por medio de una secular recreación de su legado cultural. ¿Qué cantaban los niños? Algunos hemos llegado a tiempo de oírlo. Y aún tenemos la oportunidad de repetirlo.
El RIS, como decía al principio, guarda el secreto de medir el tiempo humanamente. Con él podemos ofrecer palabras a nuestros hijos para que den nombre a los dedos de su mano (Chico menico, / rey del anillico...), podemos celebrar el primer diente del niño (Lentina hay abajo, / comer pan y escarabajo...), interpretar su estornudo como un don divino (Vivas, crezcas, / te engrandezcas y florezcas), cortar el miedo a sus primeros pasos (Con nombre de Dió le corto el miedo, le corto el espanto, le corto con azúcar), bendecir su crecimiento (Creció el asnico y se desmenguó la albardica), elaborar un bálsamo para sus pequeñas heridas (Bienvenú, hija de Sultana, / que no mos tenga dingún mal...) o serenarle el sueño (Cuatro cantonadas / hay en esta casa...). Tejiendo y destejiendo la madeja de la memoria que aquí tanto se invoca, a lo mejor otros niños, los nuestros, los que nos siguen, ensayen el amor al compás de Hilo de oro, la memoria en el laberinto de La mora, la burla al ritmo de Luvia menuda, la suerte en el enigma del Recotín, recotán, la magia en la espiral del Caracol col, col.

Publicado en Estudos de Literatura Oral (núms. 7-8), Universidade do Algarve

Disquisiciones galanas


José Manuel Fraile Gil, Disquisiciones galanas. Reflexiones sobre el porte tradicional, Centro de Cultura Tradicional, Diputación de Salamanca, 2002.

Esta obra llega avalada por la vasta experiencia de José Manuel Fraile en la recolección y el estudio de la cultura tradicional. De su primoroso trabajo de observador y de su esmerada y rigurosa investigación ha salido, en los últimos años, un frondoso caudal de libros y de material sonoro dedicado a las ramas más diversas de la tradición. Ahora, estas Disquisiciones galanas resumen de algún modo el copioso material etnográfico recogido por el autor a lo largo de sus minuciosas encuestas; aunque más allá de una simple presentación de materiales, se trata de la reflexión sabia y lúcida de quien probablemente sea el mejor conocedor, hoy por hoy, de la cultura tradicional hispánica.
La valiosa documentación fotográfica que el libro incluye da pie a los únicos punto y aparte de la obra, que se deja leer de un solo trago, como un ensayo amenísimo y accesible para cualquier interesado. Se abre con una reflexión reconfortante, por lo respetuosa, sobre las manifestaciones culturales tradicionales, casi extintas de nuestro cotidiano vivir, pero todavía cargadas de un significado que apela nada menos que a nuestra identidad y a nuestra memoria, desdeñadas a golpe de civilización. Y sigue al hilo de este pensamiento ensartando cuentas de las que se prenden, uno a uno, los diversos aspectos de la indumentaria tradicional. De este modo, abre el primer capítulo el perfumado arcón que hasta no hace mucho albergó las prendas con las que fuimos, nos reconocimos y nos relacionamos; y siguen los siguientes con detalladas documentaciones acerca del cuidado del pelo y de la boca, del modo de ser y del sentido de los atuendos tradicionales del hombre y la mujer, y de la expresividad de lo no dicho que un día portaron los amuletos o las cintas y las lazadas de amor. Queda así configurado el porte tradicional no como un retrato pálido del que extraer bocetos para disfrazarnos, sino como la reivindicación de una manera de vivir y de sentir a la que irresponsablemente hemos ido renunciando.
De lo fundamentado de cada palabra dan fe, al final, los índices de lugares e informantes y un erudito e interesantísimo aparato crítico, que atestigua que desde el Siglo de Oro y hasta el siglo XIX escritores e intelectuales supieron mirar su entorno con el respeto y la curiosidad merecidos.


Publicado en la Revista Cultural de Ávila, Segovia y Salamanca (núm. 41)

11 abril 2006

Ejércitos tradicionales


Aunque la educación mixta se proponga como objetivo transversal evitar agresiones entre uno y otro género, en cierto momento –antes de lo que muchos piensan- hombres y mujeres empuñan armas y se disponen a batirse en un duelo vital, literalmente vital, porque en una buena parte de los casos dura lo que dura esto que llamamos vida.
En un delicioso cuento titulado Salvación de Yayá, el argentino Marco Denevi cuenta que los grupos de mujeres y hombres actúan como ejércitos: son cómplices entre sí cuando están solos, sin interferencias del otro sexo; acuden a la batalla, se enfrentan en la frontera denominada amor y, al volver a los cuarteles (a su grupo), fabulan, fanfarronean sobremanera y mienten sobre el encuentro bélico; y sobre todo disimulan el dolor de las heridas inflingidas por el enemigo. Algo parecido a lo que las antiguas novelas de tema morisco recreaban, es decir, esa capacidad del espacio fronterizo para hacer aflorar la ternura y la solidaridad entre los oponentes que –desnudos, indefensos- se encuentran en la tierra de ninguno, y esa voluntad, cuando cada uno se retira a su territorio, de olvidar las debilidades padecidas en el cuerpo a cuerpo.
La canción tradicional, tan delatora siempre de lo que el verso –por ser verso- sostiene como ficción, ha organizado durante siglos un discurso poético de esta realidad. En los romances y canciones compartidos por hombres y mujeres en el ámbito de la fiesta o de las pocas faenas comunes, los conflictos de amor, de familia o de religión se han abordado con gravedad, patéticamente incluso, de manera que el tabú, la trasgresión y los miedos cotidianos son los pinceles con que se componen miles de cuadros que representan una sola escena: la fragilidad humana. Sin embargo, el repertorio literario oral usado y transmitido secularmente por colectivos femeninos o masculinos presenta otros colores.
El lavado en la fuente o en el río, la costura, el hilado o –sobre todo en el Sur- la tertulia en el portal al fresco de los atardeceres veraniegos, han sido espacios adscritos por derecho a la comunicación entre mujeres. En tales ámbitos ha florecido un cancionero tradicional profundamente sarcástico, orientado a vilipendiar al varón, a ridiculizarlo despiadadamente, y en definitiva a cohesionar al grupo por la vía de la ostentación de su superioridad moral sobre el enemigo. Proverbial resultan, en tal sentido, los numerosos romances que tienen al cornudo como protagonista, fantoche más que personaje, y en cualquier caso poseedor de una infame ignorancia, de una lamentable ceguera, que le impide siquiera atisbar las trazas de libertad con las que se desenvuelve su esposa. Ni ante las más llamativas evidencias, por ejemplo, reconoce su penosa condición el marido del romance de “La adúltera del cebollero”. En él, el retozar clandestino de la mujer con un vendedor de cebollinos culmina con el nacimiento de un niño idéntico (hasta en el delantal) a su padre biológico. Ante el recién nacido, el esposo muestra “alegría y contento, / creyendo que era su hijo / y era del cebollinero”, y dispone lo necesario para celebrar el bautizo, todo ello ante la risa sin reparos de las transmisoras.
Por su parte, el mundo tradicional masculino, poseedor de un repertorio adscrito a labores colectivas agrícolas o pesqueras, ha generado un sinfín de coplas en las que la misoginia más lacerante campea a sus anchas. En esta provincia, sin ir más lejos, pueden todavía recogerse vivos y coleando los cantos de saloma que hasta hace nada sirvieron a los almadraberos para acompañar el ritmo de los remos desde la orilla hasta el laberinto de redes donde esperaban presos los atunes. Antes de llegar a esa otra frontera bélica, los remeros desgranaban un sinfín de cancioncillas mordaces, bravuconas e insultantes, todas con la mujer –sus mujeres- como blanco de pullas. La literatura anti-femenina medieval, los versos hirientes de Quevedo, todo ese discurso clásico archisabido, ha alargado su hilo a través de la oralidad para proveer al tradicional ejército masculino de las armas del verso. Un verso, aquí, complaciente con la escatología, nada sutil, en absoluto disimulado. Los cantos de saloma están recogidos y registrados, tenemos constancia los folkloristas de ellos porque, siguiendo el consejo del maestro Machado, de la tradición oral hay que rescatar todo, lo bonito, pero también lo feo. Lo impronunciable.


Publicado en La Voz de Cádiz, el 11 de abril de 2006

10 abril 2006

Cultura popular y modelos de mujer: santas


Hace unos pocos meses Inmaculada Montalbán (Magistrada del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía) publicaba en El País un artículo titulado “Violencia de género en la Constitución”. Lamentaba en él que quizás el mayor obstáculo con el que tropezaba la Ley Integral de Género para su correcta aplicación eran ciertos hábitos sociales que aún hacían esperar de las mujeres la acomodación a estereotipos tradicionalmente consolidados.
Esas conductas tozudas empantanan efectivamente la reivindicación de situaciones relacionadas con la autonomía, con la libertad de elección, con el derecho a la vida pública, e incluso con la desobediencia, adscritas al ideario feminista básico y en claro conflicto con los valores de sumisión o reclusión instalados en esos estereotipos.
La documentación ingente que, desde hace por lo menos ocho siglos, nos informa sobre la gestación y la transmisión de los arquetipos femeninos básicos en la cultura popular no deja lugar a dudas: la literatura oral, los ritos y prácticas folklóricas, la iconografía, y los usos tradicionales en general materializan unos modelos de mujer que –seamos o no conscientes- están grabados en nuestra memoria de manera indeleble. En tanto estamos hechos en buena parte de memoria colectiva y secular, actuamos no pocas veces arrastrados por esos modelos y nos relacionamos conforme a ellos cada vez que el olvido del aquí y del ahora gana la partida.
Probablemente uno de los arquetipos más nocivos para la auténtica comprensión social de la igualdad entre sexos sea el de la Virgen. Su figura irrumpe en la cultura popular hispánica con seducción desmedida en los últimos siglos de la Edad Media, y se convierte muy pronto en icono central de la religiosidad de a pie, la de todos, campeando a sus anchas en una multiplicidad de imágenes, de objetos y de ritos que no conoce fronteras.
Las mujeres hemos tenido en ella una referencia inalcanzable, frustrante por lo tanto, y en consecuencia perversa. Como paradigma, representa muy bien la vinculación de la perfección femenina al inmovilismo, dejando en manos del arquetipo masculino (su hijo) la ejemplaridad de una vida itinerante y de unas habilidades públicas de las que ella voluntariamente se priva.
La Virgen, como la madre de Buda, la madre de Confucio o la madre de muchos antiguos héroes caballerescos, concibe al hijo sin intervención alguna de varón, da a luz sin dolor y dedica su anónima vida a la nutrición y protección del vástago. Se configura así como mujer en la que la virtud está indisolublemente unida a la negación del sexo, lo que lleva a una tajante identificación entre lo femenino y la castidad.
Con una asombrosa capacidad para adaptarse en la diacronía y en la diversidad de medios, la Virgen ha generado suplentes de enorme atractivo. En la literatura laica, la suplanta la donna angelicata, que en la tradición renacentista del amor cortés diviniza hasta la utopía el sueño de castidad. En el último cine, sin ir más lejos, la madre de Anakin Skywalker toma el relevo como calco de la mujer virtuosa que, inmóvil, contempla con orgullo cómo su hijo y los demás varones se encaminan a la heroica aventura.El eterno femenino, en fin, está prendido en las entretelas de nuestra memoria, del alma misma, haciendo todo lo posible por perpetuarse como causa de nuestras conductas. Y en parte consiguiéndolo.


Publicado en La Voz de Cádiz, el 4 de marzo de 2006

Cultura popular y modelos de mujer: salvajes


En la orilla opuesta de la mujer santa a la que –como arquetipo- describía la semana pasada, está la mujer salvaje. Investida de soledad y de aislamiento, habitante de un espacio no civilizado, y ajena a las más mínimas reglas de socialización, la mujer salvaje aparece en la cultura popular, antes que nada, como peligro. En tal sentido, sus antecedentes más definidos son las antiguas sirenas. En ellas se convocan dos o tres rasgos esenciales: un espacio ignoto y escondido (el fondo del mar) en el que puede quedar atrapado para siempre el navegante, una seducción irracional de tintes demoníacos y una fisiología híbrida (mitad pez mitad mujer) que, más que contra natura, juega contra cualquier posibilidad de aceptación social.
Más allá de su condición mitológica, las sirenas y sus congéneres han ido representando a través de los siglos un modelo de mujer inaceptable, y sobre todo han encarnado la amenaza de un castigo implacable para todas aquellas mortales que osaren desviarse del rol tradicional asignado por su condición femenina. Así, los cuentos, las leyendas, los romances, la iconografía popular y el folklore abundan en mujeres cuya desobediencia se corporeiza en una fisiología desmesurada o, en todo caso, vertida a la masculinidad más feroz.
Apoyando el consejo quevedesco de que el hombre debe elegir mujer pequeña como esposa (“porque del mal lo menos”), la Giganta Andandona, importada por las novelas de caballerías del folklore europeo, ofrece un retrato exacto del arquetipo: “Tenía todos los cabellos blancos y tan crespos, que no los podía peinar; era muy fea de rostro, que no semejaba sino diablo. Su grandeza era demasiada, y su ligereza. No había caballo, por bravo que fuese, ni otra bestia cualquiera en que no cabalgase, y las amansaba. Tiraba con arco y con dardos tan recio y cierto, que mataba muchos osos y leones y puercos, y de las pieles de ellos andaba vestida. Todo lo más del tiempo albergaba en aquellas montañas por cazar las bestias fieras. Era muy enemiga de los cristianos y hacíales mucho mal”. Igual que ella, las serranas feas y montaraces de las que huía el Arcipreste de Hita, o las irredentas bandoleras que –según circuló en leyendas de nuestra última Posguerra- formaban parte del Maquis, portaban armas y se dedicaban a la caza (de hombres o de animales) menos compasiva.
Alentándolas –y advirtiendo a las demás del descalabro- ha estado siempre Lilith, la nocturna, que para la tradición hebrea surgió al mismo tiempo que Adán, y que fue descartada para su plan de creación por un Dios que la sustituyó inmediatamente por Eva, más adecuada a las dependencias por depender en sí misma de una costilla. Pero incluso a Eva no deberíamos imaginarla con los trazos que Durero o El Bosco le asignaron, porque su pecado, su transgresión y su renuncia a la familia nos remiten a lo femenino salvaje, y no a esa blanda mujer de cabellos dorados que la Iglesia –por convertirla en madre- ha querido presentar.


Publicado en La Voz de Cádiz, el 11 de marzo de 2006

Cultura popular y modelos de mujer: adúlteras


El silencio sepulcral que la literatura popular mantiene sobre el adulterio masculino no hay más remedio que interpretarlo como prueba del consenso mayoritario acerca de este asunto, que a todas luces no reviste para nuestro colectivo cultural índice alguno de conflicto. En claro contraste, nuestra memoria tradicional abunda en casos de adúlteras que, solícitas al pecado infame, arruinan familias, abandonan a los hijos y llevan a la desgracia a maridos bondadosos e inocentes, los cuales, en arrebatos justificados hasta la saciedad, se ven en la trágica obligación de castigar a sus esposas con la muerte. En todos lo casos, el perverso adulterio de la mujer se contempla como el desencadenante de la desestabilización de la familia y, por ende, del pacífico orden social.
La adúltera es la versión hogareña de la mujer salvaje, demostrando con ello que los peligros de la maldad femenina no sólo se esconden en cuevas misteriosas, en riscos inaccesibles o en el remoto fondo del mar, sino que pueden albergarse en la propia alcoba. Como las salvajes, las adúlteras son seres no domesticados que palian su amenazante soledad entregándose a sus instintos más ínfimos, para cuya satisfacción descuidan los sagrados deberes de la maternidad y del sostenimiento del hogar. A diferencia, sin embargo, de las salvajes, las adúlteras son extremadamente precavidas, mentirosas, astutas y formadas, aptitudes que ponen al servicio de ocultar su trasgresión pero que, en último término, agravan la dimensión del pecado cuando éste es descubierto. A diferencia también de las salvajes, las adúlteras son culpables de una inmoderada coquetería, debilidad que con frecuencia ciega la astucia y las encamina al inexorable castigo.
El romance de Albaniña, una de las adúlteras más venerables de la tradición oral hispánica, relata cuánto de arriesgado hay en que el marido no mantenga una vigilancia firme de su honra. Mientras éste sale de caza, Alba se exhibe impúdicamente en su balcón (“muy peinada, muy lavada, / su poquito de arrebol”) y consiente de inmediato a las insinuaciones del caballero que por allí pasea (“-Suba, suba, caballero, / una nochecita o dos, / mi marido está cazando / en los Montes de León”), expresando “salvajemente” su desprecio al esposo (“ para que no vuelva más / le echaré una maldición: / cuervos le saquen los ojos, / águilas el corazón…”). El regreso inesperado de éste desata el ingenio de la adúltera, que aduce mil y una excusas para justificar las prendas del amante (la espada, el sombrero, la capa) esparcidas por la casa: “- Tuyo, tuyo, dueño mío, / mi padre te lo mandó / pa que fueras a la boda / de mi hermana la mayor”. Agotadas, sin embargo, las disculpas, Alba reconoce al final su pecado y pide su ejecución: “Mátame, marido mío, / que te he jugado a traición”.
La ecuación perversa soledad + sabiduría avisa en muchos textos populares de lo peligroso que resulta que la casada tenga acceso a algún tipo de formación. Saber leer y escribir, por ejemplo, sólo sirve para intensificar la malvada astucia de la mujer que, dotada de ciertos recursos intelectuales, encuentra vías más sofisticadas para el engaño. La popular balada de Los presagios del labrador presenta a un honrado campesino que abandona las tareas del campo para apresurarse a volver a su casa, ya que su corazón présago le avisa de que allí su mujer le está traicionando. La escena de los amantes en la cama que presencia con espanto el labrador lo enfurece lo suficiente como para acuchillar a los adúlteros de inmediato, no sin antes recriminar a la esposa, ya envuelta en su propia sangre: “Ven acá, villana, perra. / Si lo hacías por comer, / ahí tenías mis haciendas; / si lo hacías por beber, / ahí tenías mis bodegas; / si lo hacías por marido, / haberme escrito unas letras, / que bien sabes escribir, / ojalá, Dios, no supieras”.
La coquetería, en fin, puede nublar el ingenio de muchas adúlteras que, ensimismadas en su propio atractivo, descuidan el disimulo necesario para librarse del castigo marital. En España, América, y en las comunidades sefardíes repartidas por el Mediterráneo pervive con cierta popularidad el romance de Landarico. En él, la reina protagonista, distraída ante el espejo con su belleza, no advierte que quien se acerca por detrás para obsequiarla no es su amante, sino el rey, a quien dirige con arrobo estas palabras: “Tate, tate, Landarico, / mi pulido enamorado; tres hijos tuve contigo / y uno con el rey son cuatro; / si el del rey viste de seda, / los tuyos seda y brocado; / si el del rey monta la mula, / los tuyos mula y caballo; / si el del rey bebe del tinto, / los tuyos del tinto y claro”. Esta adúltera pone en entredicho de forma explícita, ni más ni menos, que la virilidad del esposo, elemento que al fin y al cabo es el cuestionado, a ojos del varón, por el propio hecho del adulterio. La reacción del rey, por tanto, ni se hace esperar ni encuentra paliativos a su crudeza: “- Dios te perdone, la reina, / que yo no te he perdonado.- / La cabeza entre los hombros / al suelo se la ha arrojado”.


Publicado en La Voz de Cádiz, el 18 de marzo de 2006

Navidades negras


Desde los Evangelios Apócrifos, la religiosidad popular ha ido tejiendo un entramado de ritos, cantos, danzas y anécdotas en torno al nacimiento del Niño Jesús adecuado a la comprensión de lo inexplicable, al acercamiento, en definitiva, de lo legendario a lo cotidiano. Tal proceso ha tenido en todos sus momentos idéntico camino: ha comenzado de puertas afuera de la Iglesia y ésta, amenazada con vaciarse de fieles, se ha apresurado a aprender de lo que ocurre más allá de sus umbrales y a absorber sus atractivos. El villancico, la copla tradicional navideña, fue asunto de la calle hasta que Fray Hernando de Talavera, confesor de Isabel la Católica, pensó –como humanista cabal- que los salmos, lecciones y responsorios en latín resultaban demasiado enfadosos para el pueblo, que en fechas tan devotas optaba mayoritariamente por cantar, al relente, su propia versión irónica y hasta irreverente de la Nochebuena. Capillas, iglesias y catedrales se apresuraron así, a partir del siglo XVI, a costear la composición e impresión de villancicos en romance, sustituyendo en ellos a pastores exóticos y a Reyes Magos extraordinarios por gallegos, vizcaínos, gitanos, portugueses y franceses, suegras, doctores, abogados, enanos, sacristanes, barberos, aldeanos y zagalas.
En un momento posterior, la población negra procedente de África que, como esclava, se asentó en España y Portugal, y también la que prosiguió su éxodo hasta América, protagonizó un proceso similar.
En el siglo XVII comenzaron a hacerse frecuentes las fiestas callejeras de negros en la algarabía de la Nochebuena. Los bailes y canciones de las “zarabandas” seducían por su ritmo y su calor a las gentes, que renunciaban comprensiblemente a entrar en las iglesias, mientras que el gremio eclesiástico se desesperaba ante el carácter lujurioso y ofensivo de estas celebraciones. Una vez más, el dispositivo de conversión se puso en marcha, comenzando así el período de creación y difusión impresa de uno de los géneros más deliciosos y menos solemnes de la tradición oral: los villancicos de negros.
Los compositores asalariados por las parroquias dieron a luz, de este modo, miles de piezas sencillas y bailables en las que los personajes de Belén tomaban la fisonomía, el carácter y el modo de hablar de los africanos, y en las que la escena del Nacimiento del Niño, en un nuevo giro hacia la gracia y la proximidad de lo popular, se convertía en una ocasión para la risa, el gozo, la ironía y el desparpajo. Este mundo, casi carnavalesco, fue rápidamente difundido en pliegos y hojillas volanderas por ciegos y mendigos, y más rápidamente aún echó raíces en la transmisión oral, que aún hoy conserva muestras hermosísimas.
Hasta mediados del siglo XX –que sepamos- los folkloristas pudieron recoger al sur de Portugal poesías dialogadas donde pastores africanos reverenciaban al Niño Jesús en un portugués estropeado que allí llaman “língua de preto” (lengua de negro). En Latinoamérica, por su parte, la documentación extraída de la oralidad es ingente, apropiada, claro está, al componente afro de todo aquel territorio cultural. La oralidad española parece haber soportado mucho peor los embates de la civilización, de manera que los textos -o vestigios de ellos- de “villancicos de negros” se han documentado escasamente.
Andalucía, sin embargo, tuvo que haber sido una comarca rica en estas manifestaciones, mantenidas probablemente en la memoria de muchos hasta hace unas cuantas décadas. El poeta Pablo García Baena recuerda las tradiciones que vivió en su infancia cordobesa con un “Gozo para la navidad” que arranca así: “-Negra, vente pa Belena. / -¿Pues qué pasa, Magalena? / -Pasa el carnaval de Río, / samba y frío; / pasa el Rey Don Baltasara, / chirimía y algazara…”, y que recuerda que, para los niños de su calle, “oscura era la Virgen Pura” y “el Niño miel morena”.
La expresión popular y jocosa de lo trascendente que tuvieron los “villancicos de negros” se instaló más cómodamente aquí en el Sur, con toda probabilidad, en esas coplas pascuales en las que la Virgen resulta ser “gitana canastera” y los pastores “gitanitos de Belén”. Aun así, los restos de lo que tuvo que ser una tradición viva y jugosa durante al menos dos o tres siglos nos asaltan sorpresivamente de vez en vez.
Hace unos dos años Pepa Caro me hizo llegar desde Arcos un texto que había grabado a su madre, Dolores Gamaza, que ésta titulaba “Los negros de la mojiganga” y que decía haber aprendido de su tía, también de Arcos. “Los negros de la mojiganga” es una muestra excepcional de aquel repertorio riquísimo y alegre de “villancicos de negros” que un día resonaron a la puerta de nuestras blancas iglesias, y trae ecos de una navidad sin fastos ni oropeles que vale la pena imaginar.
Los negros de la mojiganga
viendo la noche tan clara
caminan para Belén.
(…)
jase, jase, jase,
cara de azabache,
que para los negros
también nace Dios,
calla, Francisquilla,
no lo digas, no,
que para los negros
también nace Dios.


Publicado en La Voz de Cádiz, el 24 de diciembre de 2005

La vela del angelito

Baile del angelito: Voyage pittoresque dans les deux Amériques,
Alcide D' orbigny, 1836
En la isla de La Gomera queda aún quien cuenta que, durante el franquismo, las más civilizadas gentes de la costa ganaron a las del interior en la batalla por desterrar ritos y costumbres más próximas a la barbarie que al blando y pulcro cristianismo que se nos acabó imponiendo.
Uno de esos ritos, hoy desaparecido, era La Vela del Angelito. En La Gomera, los riscos, peñascos y acantilados se suceden en un espacio temerario que, desierto de verde, fue el espacio de niños montaraces que, primero a gritos y después a silbos, habitaron a su manera su paraíso. Más expuestos que ahora a la vida, algunos de aquellos niños encontraban la muerte en los precipicios y –como refieren allí- “se riscaban”. Los menores de siete años que así culminaban su suerte eran merecedores de un pormenorizado velorio, y de un entierro laico que obviaba el templo, y en el que se conducía directamente al niño de su casa al camposanto, entendiendo que un alma inocente no tenía pecados que desechar y que, por tanto, no debía rendir cuentas ante ídolos todopoderosos.
En el velorio, las mujeres fregaban con esmero el suelo de la sala donde reposaba el angelito, y lo secaban poniendo extremo cuidado de que no quedara ni una gota de agua, pues un mínimo resquicio de humedad podría atrapar un hilo del alma infantil, impidiéndole así subir sin pereza al cielo. A la salida de la casa en dirección al cementerio, la procesión se formaba con el padre al frente, seguido de los hombres del entorno, quienes le acompañaban en el canto monótono e interminable del Baile del tambor, una salmodia secular en la que a los versos solitarios del padre respondía un estribillo coreado y unas chácaras ruidosas y
solemnes.
Al paso de la procesión, muchos colocaban cintas de colores sobre el cuerpo del niño. Cada cinta era un mensaje para alguien que se tenía en el más allá: un mensaje del que se tenía la certeza que llegaría a su destino, puesto que el niño difunto no tenía posibilidad alguna de pasar por el purgatorio y, yendo directamente al cielo, entregaría sus correos sin extravíos.
Como en La Gomera, la Vela del Angelito y otros ritos fúnebres vitales y necesarios de nuestra certeza de la muerte, han ido desapareciendo del mapa de la Península y de cada rincón de América barrido por la estandarización del dolor (americana o vaticana, para el caso es lo mismo).
Queda aún, sin embargo, quien recuerda algunos versos que, para dar palabras al niño camino del cielo, se coreaban a su paso: “Agua menudita llueve / como corren los canales; / ábreme las puertas, cielo, / que soy aquel que tú sabes”.





Publicado en La Voz de Cádiz, el 30 de octubre de 2005

09 abril 2006

El carnaval oculto


Las canciones y rimas tradicionales infantiles, muchas veces, encierran bajo su aparente sinsentido significados ocultos que se refieren a nuestros más ancestrales y universales comportamientos. Se han resguardado, tras siglos y siglos, en la expresión esencialmente emotiva, lúdica y musical de los niños y desde aquí pueden evocar, para nuestra comprensión adulta, preguntas y respuestas que la prisa de la modernidad nos ha enseñado a esquivar.
El juego infantil –el compartido entre iguales, el espontáneo, claro, no el que los adultos dirigimos- plantea, además, no pocos ritos esenciales y necesarios, sin los cuales ni nos entenderíamos como individuos de una cultura determinada, ni como seres inteligentes.
Entre los niños ha corrido hasta hace nada de boca en boca el juego-salmodia de Pipirigaña. Con más o menos variaciones, la cancioncilla dice: Pipirigaña / mata la araña / un cochinito / bien peladito / ¿Quién lo peló? / La pícara vieja / que está en el rincón. Tanto en España como en Latinoamérica, la rima se aplica a un juego simple, consistente en dar pellizcos en las manos apoyadas del otro, que trata de esconderlas al ser tocadas. Don Pablos, el Buscón, fue de los primeros en testimoniar el entretenimiento, según cuenta Quevedo, y desde allí millones de niños lo han hecho, adecuando el nombre del personaje a su castellano, catalán, gallego o euskera materno.
Pipirigaña o Pez Pecigaña parece, de este modo, referirse a un icono infantil esencialmente carnavalesco, representado por ejemplo en los cuadros de Peter Brueguel, en los que el disfraz, la chanza, la representación del mundo al revés, la animalización de los humanos, el regocijo por trastocar el orden… se ubican de pleno derecho entre esos niños del siglo XVI que el viejo pintor ha eternizado.
Pipirigaña es, entonces, una figura de comparsa carnavalesca emparentada con otros peces festivos, como la sardina y su entierro burlesco el Miércoles de Ceniza. Al hilo de esta clave, la hazaña que se le atribuye, matar una araña, puede identificarse con la burla secular de ridiculizar grandes empresas caballerescas mediante su inserción en el ámbito de lo nimio y lo cotidiano, y algo semejante puede pensarse del cochinito bien peladito, figura de antiguas procesiones burlescas al que los niños desenmascaraban despojándole de su cabellera. La vieja que cierra los versos, agazapada y presuntamente malhumorada desde su negro rincón, luctuosa en contraste con el regocijo del disfraz del Pez Pecigaña, no puede ser otra que Doña Cuaresma.
La transgresión carnavalesca parece exigir el primor infantil del disparate, quizás el único y primordial sentido de la antesala del ayuno, un sentido que, a fuerza de comercio y olvido, estamos a punto de ocultar del todo.


Publicado en La Voz de Cádiz, el 8 de febrero de 2005

Recién nacidos con sotana



De la proverbial fogosidad sexual e intensidad reproductora de los presuntos célibes (léase sacerdotes) da buena cuenta la literatura popular. Comunidad humana creyente pero profundamente anticlerical, la hispánica conserva en su tradición oral relatos jugosísimos en torno a este tema. Sea en forma de canción, romance o cuento, curas, monjas, monaguillos, sacristanes y prelados protagonizan multitud de escenas en las que indefectiblemente ponen de manifiesto sus íntimas e intensas vinculaciones con el mundo de los sentidos. La Navidad de Jerez, por ejemplo, no entiende sus célebres zambombas sin incluir en el repertorio el romance de El cura enfermo, ése que, sintiéndose indispuesto, pide a la criada que le traiga chocolate..., o sin el canto jocoso de San Pedro y el cordón, en el que las monjas de un convento se sobresaltan y alegran ante la vista de los atributos del Portero del Cielo.
Pero quizá lo más inexplicable y misterioso de un montón de estos textos populares sea la aparición de un vástago, fruto de las relaciones ilícitas de los procaces sacerdotes, que denuncia con su misma apariencia el pecado cometido por su padre biológico sin que, por otra parte, se observe una condena moral del mismo. El mismo cura que requiere el chocolate de la criada prosigue su historia contemplado (¿atónito?) cómo con el tiempo a su mucama se le hincha el vientre y asistiendo, al fin, al nacimiento de un sorpresivo bebé: “A los nueve meses / parió la criada / un curita chico / con capa y sotana”.
Estos recién nacidos que, por su inocencia, representan la verdad y ponen en entredicho el mundo de mentiras de los adultos, adoptan variadísimas representaciones en la tradición: asoman a la vida, como éste, con sotana y, a veces, con bigote, subrayando su parecido físico con el copartícipe del adulterio materno; puede suceder también que el niño, a los pocos días de vida, muestre una insólita habilidad para hablar, y sus propias palabras sean las que delaten el pecado que ha hecho posible su venida al mundo; en una vertiente atroz y sangrienta de la misma fantasía, algún infante, tras ser descuartizado y hasta cocinado por una madre que así intenta ocultar las consecuencias de sus amores ilegítimos, llega a pronunciar las palabras delatoras: “-No comas, papá, no comas, / que comes de tus entrañas, / que esta madre que yo tengo / se merecía degollarla”.
La voluntad colectiva de atribuir poderes mágicos a estos niños reside probablemente en el misterio que suscita ese tiempo que ocupan, a caballo entre el limbo y la vida. En cualquier caso, los infantes delatores se vinculan, a través de los siglos y por encima de cualquier distancia geográfica, al ancestral mito del héroe, que desde su nacimiento (y aun desde su gestación) ofrece señales premonitorias de su destino. Amadís de Gaula, Buda o el propio Jesucristo fueron engendrados en condiciones misteriosas, sus madres tuvieron partos portentosos e inexplicables, y en su infancia todos ellos, amparados en una creencia folklórica casi universal, desenmascararon con su palabra las mentiras de los adultos.

Publicado en La Voz de Cádiz, el 23 de diciembre de 2004

Sobre la tradición, el folklore y los ángeles


Suele dividirnos a los españoles –entre otras cosas- hablar de tradición. Para demasiados, tradición es barbarie, a saber: tirar una cabra desde el campanario, alardear de cierto vocabulario grueso y obsoleto, o enquistarse en cierta moral estrecha y ensimismada. Son los responsables de que, para otros, tradición sea lo reprobable, lo que no nos deja avanzar, lo que hay que guillotinar de una vez por todas para ser definitivamente europeos. Entre tanto, unos pocos asistimos con desazón a la desintegración de las estructuras tradicionales, de los ritos, de los cantos, de los usos y de los objetos que han marcado nuestro cotidiano vivir o que, siendo el cotidiano vivir de nuestros antepasados, nos han hecho en buena parte a nosotros como individuos. Y pensamos que tradición no es recordar, ni conservar retazos de una tela ajada sobre los que llorar melancólicamente, sino reconocer nuestra identidad histórica y social en la confluencia del pasado, el presente y el futuro que cada uno de nosotros es.
En este espacio procuraremos el reencuentro con esas tradiciones que nos explican. Se trata entonces de conocer nuestro folklore y, sobre todo, otra vez, de re-conocerlo. Se trata también de que limpiemos para siempre lo folclórico del velo rancio con que nuestra reciente historia lo ha manchado, y de que nos hagamos más ricos y más libres con tesoros culturales con los que, de condenarlos al olvido, estaríamos cometiendo –ahora sí- una barbarie.
Pidamos ayuda, para empezar, a los ángeles.
Los cuatro angelitos que custodiaban nuestra cama infantil nos siguen haciendo falta: “Cuatro esquinitas tiene mi cama, / cuatro angelitos que me la guardan...”. Su vigilia protege a los niños de los malos sueños y los padres, al invocarlos, cumplimos con el deber imposible de velar por la felicidad de nuestros hijos en los terrenos cenagosos de lo onírico. La pequeña plegaria forma parte de la tradición oral de una millonaria comunidad humana: la han rezado y la rezan niños españoles, portugueses, latinoamericanos, sefardíes... Algunas versiones revelan la identidad de los ángeles (Lucas, Marcos, Juan y Mateo, dicen en Segovia) y los sefardíes de Grecia, por ejemplo, para quienes los angelitos son “malajimes”, atribuyen con certeza el poder de la custodia nocturna a Mijael, Gabriel, Uriel y Rafael, los ángeles del Apocalipsis. Más allá de esto, parece ser que el primer fundamento de estas figuras protectoras está en el Cantar de los Cantares, representado por la imagen de los cuatro guardianes que custodiaban la cama del rey Salomón. Invocarlos, en cualquier caso, nos devuelve la confianza infantil en el poder mágico de la palabra y sabe Dios si nos libra de los malos tiempos que siempre acechan: “El que esta oración dijere / cien días de perdón gana, / y el que a otro se la enseñe / no esperase cosa mala”.
Publicado en La Voz de Cádiz, el 31 de diciembre de 2004