23 marzo 2009

Patrimonio oral y progreso humanista


Juan Ignacio Pérez y Ana María Martínez,
El placer de escuchar. Guía para dinamizar la literatura oral en Andalucía. LitOral, Asociación para la Difusión de la Literatura Oral, 2008

El placer de escuchar es una propuesta valiente, rayana en lo temerario, por reincorporar a la educación –y a la vida- de las gentes de Andalucía su propio patrimonio oral, ciertamente deshilvanado por la estandarización cultural que, en este Sur de cruce de caminos y de aluvión, se viene padeciendo más que en otras tierras.

Quizás defender a estas alturas que la tradición oral no es arqueología sea en exceso optimista, pero deviene como propósito real en cuanto que –como proponen los autores de este libro- quedan ámbitos en el que sólo la tradición oral puede restablecer la salud social. Ámbitos como la educación y la dinamización cultural, para los que el patrimonio intangible, el folklore, ya se ha probado como herramienta positiva.

El entusiasmo que caracteriza a los investigadores de la tradición oral es idéntico al que surge en cualquier persona interrogada por su memoria. Se produce por el descubrimiento de lo extraño en lo propio, por el re-conocimiento de la identidad y por el deslumbramiento al advertir que estamos hechos de recuerdos, no sólo de recuerdos individuales, sino de todos los recuerdos de todos los que nos precedieron. Con esta garantía, todavía es posible –y la verdad es que es obligado- trabajar en la recuperación y la divulgación del folklore y sistematizar modos e instrumentos para hacerlo.

El placer de escuchar aclara y ordena un frondoso mundo de textos tradicionales que, a primera vista, ofrecen el aspecto de un bosque enmarañado y confuso. Sus autores, sin embargo, trazan líneas divisorias –que no fronteras inexpugnables- y dibujan un huerto limpio y riquísimo de frutos en el que recoger la cosecha de canciones, romances, retahílas, adivinanzas, leyendas y oraciones. Lo ponen fácil. Y a partir de aquí no hay excusa para que los educadores y los activadores culturales dejen de lado la propia cultura de sus destinatarios.

La guía cuenta también con un decálogo de buenas prácticas que trabaja el esencial respeto al documento folklórico y a los transmisores de ese documento, y que traza líneas maestras para proceder a la divulgación del material sin caer en ciertos peligros que continuamente acechan tal labor. Porque lo cierto es que, al recoger tradiciones orales, acumulamos un material sumamente sensible, dúctil, frágil por lo efímero y por lo intangible y, por tanto, fácilmente manipulable. De ahí que nos preocupe que la comercialización frívola y la simplificación atenten tan repetidamente sobre él.

Quizás, en fin, lo más crucial de El placer de escuchar sea la capacidad desplegada para crear o consolidar redes humanas: entre los recolectores, investigadores y profesores que se acercan a la tradición continua u ocasionalmente, y entre quienes recogemos documentos folklóricos y los transmisores que, a partir de aquí, se proponen como protagonistas activos de su legado.
Publicado en Tantágora, 8 (primavera 2009), págs. 42-43

01 marzo 2009

Recuerdos de un columpio. Un reportaje de Daniel Pérez


Josefa Bautista tenía ocho años cuando su tía echaba el columpio en un olivo de La Pedrosa. Los mayores entretenían el domingo buscando palmitos, espárragos o tagarninas. Los jóvenes hacían un corro alrededor de la bamba. La primavera acababa de reventar en los prados de la Sierra y el río bajaba crecido. El pueblo se sacudía poco a poco la resaca gris del invierno y salía al campo, a celebrar la vida. Entonces, entre mecida y mecida, las mocitas cantaban: El columpio es un rosal / la que se mece una rosa / las dos están estirando / vaya una cosa preciosa. Es cierto que en una sola canción cabe un quintal entero de recuerdos juveniles. Josefa -al igual que las arcenses Mercedes, Mari Ángeles o Soledad-, lo reconocen ahora, a sus 61 años: ése, exactamente, es el compás al que bailó su infancia.

Los investigadores María Jesús Ruiz, José Manuel Fraile Gil y Susana Weich-Shahak se ha propuesto que ese patrimonio intangible «pero no invisible» que forma parte de la personalidad cardinal -individual y colectiva- de tanta gente no caiga en el olvido. Por eso acaban de publicar Al vaivén del columpio, un libro -CD editado por la UCA y la Diputación de Cádiz que rescata los últimos testimonios orales de quienes conocieron, en persona, esta singular forma de cortejo. El trabajo recopila una amplia selección de las coplillas, romances y versos que los enamorados se regalaban en las plazas, huertas, patios y jardines, además de otros puramente asociados a los juegos infantiles. «Se trataba de un ritual transgresor con las normas sociales, que contaba con sus propias reglas y que incluso se desarrollaba especialmente con determinadas épocas del año, en las que los estrictos preceptos morales parecían relajarse», cuenta María Jesús Ruiz. Soledad Roldán, a sus 68 años, tiene un recuerdo vivo de las matanzas de cerdos en la Finca del Valiente. Terminaba marzo o arrancaba abril y había que aprovechar ese entretiempo para abrir los animales y conservar la carne antes de que el calor pudiera echarla a perder en el proceso. Mientras las mujeres del pueblo se aplicaban a la tarea, las niñas hacían cola ante el columpio. A la niña que está en la bamba/ se lo quisiera decir/ que se baje, que se baje/ que otra se quiere subir.«Las canciones y las mecidas iban parejas, no se entendía una cosa sin la otra», dice Soledad. Y la espera formaba parte del «ritual». Las niñas empujaban antes de tener derecho a subir a la silla de oro, un acto cargado de significación antropológica, como bien explica el libro. El columpio entroniza con las mayas, «que durante siglos encarnaron la divinización de la primavera y de lo femenino en pueblos y aldeas de España».

La fila iba rotando. Aquella soga echá a la rama poderosa de cualquier árbol y con un saco de paja como asiento, era mucho más que un divertimento. Cuando llega el turno a los mocitos y mocitas, comenzaba el galanteo. Toma niña estos cuartos y toca en aquel cristal y dile a aquel mozo rubio que me venga a columpiar. Ese filtreo, más o menos encubierto pero aceptado, arrancaba en el campo a partir de mayo y duraba hasta San Juan. «La estación del amor, la llamaban -explica Ruiz-, porque los jóvenes campesinos aprovechaban para conocerse y entablar relaciones».María Morales, de Puerto Serrano, subía con otras muchachas, los domingos de fiesta, a la Ermita del Almendral. «Todo era muy inocente, era un juego tontorrón, que no tenía nada de mala intención. Nos cantábamos las coplas, con los mayores delante, y nadie se enfadaba, aunque había quien ponía la cara larga», recuerda, a sus 82 años. Siempre era la mujer la que subía al columpio y el hombre el que la empujaba, y podía así «rozarla, cogerla por las caderas, hacerla sentir el vértigo, con todo lo que aquello tenía de atrevido y excitante». La conversación también debía de someterse a un discreto maquillaje en forma de indirectas, insinuaciones y, por supuesto, coplas. «Las había de todo tipo, desde las de ofrecimiento a las de desdén, pasando por los clásicos intercambios de pullas en clave de mofa, que alegraban a la concurrencia».Todo el proceso tenía algo de sensual, de transgresor. Los autores recogen las preocupaciones de muchas de las mujeres entrevistadas por guardar recato sobre el columpio y al uso de pañuelos, correas y otras ataduras «para que las faldas no volasen, pero también para aumentar el interés de los asistentes». Dale las columpiás grandes / que te quiero ver las ligas / y te quiero retratar / de la cintura para arriba. O esta otra: La niña que se mece y no le cantan, es porque tiene sucias las enaguas blancas. El doble sentido, en algunos casos, es muy evidente: Cuando me subo al columpio, la sangre se me precipita y si me empujan con fuerza, se me remueven las tripas.En Cádiz, el Carnaval se prestaba a «este rito de inversión, que encajaba perfectamente con la idea misma de estas fiestas como un momento en el que el control se relaja y es posible hacer cosas prohibidas o mal vistas en el resto del año, como tocarse o hablarse hasta el miércoles de ceniza».

El Franquismo, siempre vigilando puntillosamente la moral ajena, prohibió el rito, así que muchas de estas coplas, asentadas desde hacía siglos en el acervo popular, pasaron de pronto a la clandestinidad. María Ángeles Ordóñez, de Arcos, recuerda cómo había letras autorizadas («que ella misma cantaba en uno de los patios del Paseo del Boliche»), y otras que no podían entonarse en público. «Mi madre, cuando hacía las faenas del hogar, susurraba, casi involuntariamente, alguna de esas bamberas, y después me decía: esto no lo cantes en la calle». Precisamente, esa vulneración de los protocolos sociales más estrictos, aunque fuera en la intimidad, es la que ha permitido que ese patrimonio oral no se perdiera del todo.«Tenemos la suerte de haber encontrado a gente que nos ha querido regalar su mayor tesoro: la memoria», explica María Jesús Ruiz, que encuadra la recuperación de ese legado en la necesidad de «reencontrarnos con todo lo que fuimos, algo que muchos aún pretenden manipular». El Franquismo «también intentó enterrar estas canciones en las cunetas; incluso quiso enterrar las ganas de cantar de mucha gente».No lo consiguió. Para demostrarlo basta con escuchar a Cati Carrera, Mercedes Galiana, Josefa Bautista, Soledad Roldán, Leonor García, María Ángeles Ordónez, Aurora Rodríguez, María Morales, Carmen Durán...

Publicado en La Voz de Cádiz, 1 de marzo de 2009

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