25 abril 2011

Romancero tradicional de Cantabria




José Manuel Fraile Gil


Romancero Tradicional de Cantabria


Santander, Fundación Marcelino Botín, 2010


libro (961 págs.) + CD (80 temas)




RESEÑA DE MANUEL NARANJO LORETO CEDIDA PARA ASONANTE



Una de las preguntas más recurrentes por quienes suelen acercarse con la curiosidad del ignaro en los estudios relacionados con la cultura tradicional y, en especial, con el romancero y la lírica tradicional, se haya relacionada con la pérdida de algunos de sus valores: en este caso la tradición, que a base de repetirla, más que la reproducción de un proceso que se viene repitiendo en espacios de tiempo se convierte en algo estético por su representación simbólica en un marco cultural; lo antiguo ; como si cualquier tiempo pasado fuera mejor .
El romancero es un arte narrativo que se soporta bajo diversas estructuras formales para su difusión y desarrollo donde la interrelación entre literatura culta y popular ha sido constante y en el que los distintos procesos de oralización han jugado un importante papel. La ocasionalidad fue sin duda uno de sus elementos vectores y en ello reparó pronto Ramón Menéndez Pidal.
Esta materia oralizada, los romances, en la que proliferan héroes legendarios, noticias de referente histórico o tipos que acuñan historias de las que de una manera u otra hemos tenido referencia a lo largo de nuestra vida, son textos que se han venido desenvolviendo sobre modelos de estructuras abiertas, de ahí su multiplicidad de versiones.
José Manuel Fraile es un profundo conocedor de la cultura tradicional hispana, incansable y paciente ha sabido retratar con sabia erudición siempre que se ha acercado al romancero. Cada libro de este autor es un intenso viaje donde la geografía viene a ser solo una excusa: un texto por sí sólo carece de valor sí no se entiende a través de quien lo recita o canta, porqué lo interpreta y cuáles fueron las motivaciones que impulsaron al informante a mantenerlo en la memoria, ese desván al que de “cuando en vez” recurrimos y nos evoca imágenes antañonas, son también razones substanciales para ver como “sobrevive “ un romance.
En esa buhardilla del recuerdo trasiegan romances basados en el repertorio de los cantares de gestas franceses cuyos nombres ya evocan siglos lejanos: Gaiferos, Grimaltos y Montesinos, prístinos textos que han sobrevivido a los avatares históricos de la ibérica península sin olvidar romances tan fascinantes como el de la muerte del hijo de los Reyes Católicos, el príncipe Don Juan, todo eso y más podemos apreciar en esta magnífica colección.
No es menos cierto que el romancero está sufriendo un proceso desintegrador, las historias y los modelos que en ellas se presentan dejaron de tener sentido para una sociedad que se vio superada por los aires de la modernidad, lo que no comporta que hayan surgido nuevo modelos ajenos a las estructuras formales del romancero pero no totalmente sustraído de ello.
La compilación que hoy presentamos es el fruto de largos años de laboriosidad y esfuerzo por parte de José Manuel Fraile, donde gran parte de los textos y de las grabaciones que aparecen en este trabajo pertenecen a distintos períodos y campañas en tierras cántabras, así como parte del material disponible en el Archivo Menéndez Pidal-Goyri de Madrid y de autores que desde el siglo XIX han venido rescatando este legado, sin olvidar que, además, cuenta con un buen número de colaboradores amigos que han contribuido de manera ferviente a la consecución de éste magnífico trabajo.
Prologado por Samuel G. Armistead, resalta este autor, entre otras cosas, que en el romancero cantábrico y su riquísimo despliegue de temas narrativos, un conservadurismo característico de las áreas laterales más arcaizantes y, por lo tanto, más interesante del mundo romancístico.
El libro consta de un cd con ochenta registros recogidos por el propio José Manuel Fraile, donde conoceremos de primera mano, desnudos de aderezos, las melodías y los textos. El libro, extenso donde los haya, nos interna en el devenir del romancero cántabro en su introducción general, donde nos ubica en que marco geográfico y temporal ha transitado. Los amantes de la cultura tradicional hallarán no sólo un excelente corpus poético, se tropezarán con retazos de formas de vidas ancestrales, entre sus versos desenterraran lo que fue hasta hace bien poco una forma de vivir. Esa actitud ante la vida queda fielmente reflejada en el segundo capítulo dedicado a la ocasionalidad en el romancero cántabro: las jilas y veladas, los ramos de Navidad, la petición de reyes, las marzas y las pascuas hacían uso de un ingente catálogo de romances. Sin descuidar que en las faenas agrícolas, los corros infantiles y las oraciones y plegarias también se proveían de estos textos romancísticos.
Cuando Menéndez Pidal a principios del XX asistió en Cantabria a la representación de el baile a lo llano de Ruiloba detectó la pervivencia de textos narrativos en lugar del versátil y variado corpus métrico que ofrecían las coplas líricas, presenció uno de los escasos bailes romanceados que, como fósil, han quedado en algunos lugares de la península Ibérica, el tercer capítulo de este libro está dedicado precisamente a este baile de Ruiloba.
Existe un apartado dedicado a los portadores de la tradición en Cantabria, en él incide en las peculiaridades de muchos de los informantes, retratando los distintos caracteres que definen a los cántabros, pequeñas geografías humanas, todas de acusada personalidad.
Interesante resulta la crónica de la recolección romancística donde destacan un buen número de investigadores desde el siglo XIX, no sólo del romancero, también de la música y la etnografía, poniendo énfasis en el interés de abordar estos textos desde disciplinas multidisciplinares.
Este ingente trabajo ha contado con el valioso apoyo de la Fundación Marcelino Botín que ha sabido ver en José Manuel Fraile Gil todas las virtudes de un buen investigador, habrá pues que felicitar a ambos, a Chema por su dedicación y honestidad y a la Fundación cántabra por haber creído en un proyecto de tal envergadura.

Manuel Naranjo Loreto

18 abril 2011

Flores de Agaete

Flores del Faneque. Cancionero popular de Agaete

Recuperado de la tradición oral por José Antonio García Álamo

Obra gráfica de Pepe Dámaso

Edición de Maximiano Trapero

Grupo Jucarne - El Museo Canario - Fundación Pepe Dámaso

Gran Canaria, 2011

Este precioso libro recoge el repertorio tradicional de Agaete (Gran Canaria), recopilado verso a verso por José Antonio García Álamo desde 1954, momento en el que García Matos arribó a la isla para recoger los cantos de "la rama". Aquel encuentro entre el maestro del folklore y el joven enamorado de las tradiciones de su tierra se resuelve ahora en un cancionero popular frondoso y singular, ordenado y estudiado por Max Trapero y otros autores que se acercan a aspectos musicales del repertorio.

La edición recoge romances, canciones líricas profanas y religiosas, muestras del folklore infantil, cuentos, adivinanzas y una gavilla de saberes, remedios y creencias tradicionales. Cierra el libro una primorosa versión del Auto de los reyes magos, representado tradicionalmente en varias localidades de Canarias.

14 abril 2011

80 años de República


Juan Fernández Lago (Jerez de la Frontera, 1892-1945)

03 abril 2011

Casona: charlas en el exilio


VOZ Y PENSAMIENTO DE ALEJANDRO CASONA EN SUS CHARLAS DE UN FUMADOR


Artículo publicado en Setenta años después. El exilio literario español de 1939. Edición de Antonio Fdez Insuela, María del Carmen Alfonso, María Martínez-Cachero y Miguel Ramos Corrada. Oviedo, KRK Ediciones, 2010.


Observa Néstor Astur Fernández (en ese ejercicio de memoria y amistad que es su trabajo “Casona en la otra orilla del idioma español” ) que Alejandro Casona –el hombre extrovertido y amigable que todos recuerdan- tuvo en sus años de exilio momentos de profunda inhibición social, de aparente misantropía, y que con el tiempo fue perdiendo el gusto por la vida pública, huyendo del aplauso que siempre obtenía en charlas y conferencias, y buscando la intimidad y el silencio. Las más de cuatrocientas charlas que Casona mantuvo en distintas emisoras de radio de Argentina, Chile y Uruguay no niegan esa observación, antes al contrario. El autor pareció encontrar en la conversación radiofónica el espacio más adecuado para la reflexión solitaria, y en buena medida fue, en ellas, más asturiano, intimista y melancólico que nunca; alejado de escenarios y palestras, encontró en la soledad del estudio de radio el mejor sitio para sincerarse con un interlocutor callado, sin que el bullicio, el ruido o la multitud interrumpieran el hilo de la conversación. Así rememora María Martínez Sierra aquellos programas:


Recuerdo unas charlas que dio hace algunos años por Radio Belgrano… No perdí ni una… ¿De qué hablaban? ¡Qué importa! Eran para mí como agua de lluvia en sofocante atardecer de canícula.


Las charlas radiofónicas coinciden en el tiempo con la etapa más intensa de actividad periodística del autor de Besullo. Bien es verdad que desde incluso los años previos al exilio Casona había dedicado parte de su actividad a la escritura de artículos y ensayos breves, pero en tal período esto sólo parece limitarse a colaboraciones esporádicas . Sin embargo, es en 1955 cuando el escritor “en un ademán definitivo… confirma el paso hacia las páginas del periódico” ; y lo hace al comenzar a colaborar con ALA (American Literary Agency), dirigida desde Nueva York por Joaquín Maurín Juliá . La publicación de textos en la prensa de México, La Habana, Guatemala, Bolivia, Brasil, Panamá o Chile, entre otros países, se prolongaría hasta 1965, ya de regreso del exilio.


La relación entre los artículos periodísticos y las charlas radiofónicas es innegable: en muchas ocasiones se trata de dos textos interdependientes o, más directamente, de dos modos (uno para ser leído, otro para ser oído) de desarrollar un mismo pensamiento. Asimismo, parece obvio que una comparación sistemática de ambas vertientes creativas arrojaría nuevos y relevantes datos sobre el perfil ideológico y político de Casona, cuestión que ha dado lugar a no pocas controversias .


Teniendo en el horizonte la tarea pendiente de confrontar sistemáticamente las versiones orales y escritas del pensamiento casoniano, sólo pretendo en las siguientes páginas espigar los rasgos más característicos de las charlas radiofónicas y -siempre que la documentación disponible lo permita- diferenciarlas como género del artículo periodístico o el ensayo .


A primera vista (e insisto en la provisionalidad de estas apreciaciones), se diría que en la charla se acentúa más el “pecado” que una parte de la crítica achaca a la labor periodística de Casona: la falta de atención a la realidad palpitante, el decantarse por una gramática de la esencia, no de las contingencias; la ausencia, por tanto, de compromiso político o ideológico. En realidad, se trata de una crítica ejercida sobre la totalidad de la creación casoniana, y especialmente cruenta en el caso del teatro. Advertido de ello, el propio Casona se explicó en algún momento así:


En mis primeras obras hay dos direcciones claramente definidas: la de La sirena varada, que es el camino de la poesía y la fantasía, y la de Nuestra Natacha, que es el teatro testimonial (…). Las obras escritas en América, por razón de mi forzada neutralidad hacia el país al que estaba acogido, han seguido la línea poemática y abstracta de La sirena varada.


Efectivamente, la sensación de literatura evasionista que pueda tener gran parte de la obra casoniana pudo acentuarse en el exilio, donde el desarraigo y la desvinculación con el país (y sobre todo con el pueblo) para quien había comenzado a escribir teatro antes de la guerra civil se fueron haciendo más y más profundos . Aún así, la interpretación de la creación literaria de Casona –en cualquiera de sus vertientes-como objeto artístico nada comprometido no deja de ser sesgada y, a estas alturas, me atrevería a decir que miope; en definitiva, rehén de las opiniones –hasta cierto punto comprensibles- que la izquierda española más combativa mostró ante el fin del exilio del escritor . Es cierto que las charlas -como los artículos para la prensa y el propio teatro- no abordan en general temas de actualidad, no se acercan a la “realidad palpitante”, decantándose por asuntos transindividuales, atemporales, universales: la mujer, el tiempo, el amor, el diablo, el pecado, la virtud… Pero ni circunstancias puntuales (históricas o sociales) dejan de estar ocasionalmente presentes en estos textos ni, muchísimo menos, se descarta en ellos el gran tema casoniano, el del ser humano y, con él, su compromiso vital con la verdad:


“Yo no miento jamás en mi teatro… Por eso se me puede acusar, con razón, de estar desligado del dato contingente, pero no del hombre” .


Exigir, por tanto, a la obra periodística (de prensa o radio) de Casona la inmediatez de la noticia o la frescura de la anécdota no deja de ser, cuando menos, absurdo, si tenemos en cuenta que estamos ante un escritor precisamente grande por su capacidad de evocación, y por ese poder de acrisolar lo legendario que –según él- aprendió en la aldea y que permanece siempre por encima de referencias ocasionales.


Las consideraciones más recurrentes en torno a los textos periodísticos de Casona pueden muy bien estar representadas por las que al respecto vierte Joaquín Roy, quien opina que estos textos “desde el punto de vista periodístico no tienen casi valor: da lo mismo leerlos en 1955 que ahora. Son tan literatura pura como sus dramas” , añadiendo la siguiente afirmación:


Tradiciones, costumbres, tendencias literarias, la mujer, Lope y Calderón descuellan en sus escritos, pero no la actualidad internacional, ni siquiera la local. El mundo de Casona como periodista es un mundo cerrado de estudio de poeta, quizá el de prosa más cuidada entre los colaboradores españoles .


En mi opinión, la descalificación que la obra periodística de Casona ha merecido parte de un error de base: precisamente el empeño en considerarla obra periodística, cierta tozudez –me atrevería a decir- en encasillar estos textos en un género al que quizás no pertenecen. Pero indudablemente tomar ese camino, el de la duda, nos lleva a una pregunta muy difícil de contestar: ¿qué son las charlas radiofónicas? Su dimensión oral las aleja de lo considerado canónicamente crónica periodística y también del periodismo de opinión, y las acerca, más que a un género, a una práctica cultural tan antigua como el Humanismo: la disertación pedagógica, asentada en la literatura española desde el siglo XVI en sus diversas formulaciones de diálogos, epístolas, discursos, silvas o misceláneas. Como texto humanista, la charla casoniana descansa sobre la estructura fundamental de doctrina + experiencia, y se encamina, en primer término, a ejercitar la capacidad de análisis del receptor trufando el discurso de anécdotas que –siguiendo la vieja conseja del Calila- “envuelven la medicina en dulce”:


Tengo la impresión de haber sostenido con Vds. una larga conversación. Hemos recordado juntos viajes y aventuras, unas veces hasta los astros y recuerdos más remotos y otras veces, al contrario, hasta lo más próximo y entrañable del hombre: a sus amores, a sus celos, a sus virtudes y a sus pecados. Y algunas veces más adentro aún: hasta el fondo olvidado de la conciencia, donde esconde sus mitos y sus sueños (…). Y hemos descansado a menudo en el remanso turístico de la anécdota que es como el vaso de agua fresca para el caminante fatigado .


Se trata, por tanto y antes que nada, de textos pedagógicos; ¿hace falta insistir en las convicciones pedagógicas que anidan en la obra de Casona casi desde sus primeras letras? Sin entrar en reiteraciones, detengámonos un momento en dos textos representativos de lo que digo, perteneciente el primero a las charlas, y el segundo a las colaboraciones para la prensa escrita:


Un día tiene 24 horas, un kilo es el peso de mil gramos, y un metro es la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano. Perfectamente. Mientras se trate de medir pesos y superficies y distancias reales, todos los sistemas métricos son exactos, ya sean equivalentes, decimales o duodecimales. Pero en cuanto se trata de ideas o sentimientos, ya no nos sirve ninguno. Nuestro Sistema Métrico Espiritual está sin establecer todavía. Por eso nadie puede responder con certeza a ninguna de sus preguntas más elementales: “¿cuántos minutos dura una hora de angustia? ¿Por qué es tan corto el camino de ir y tan largo el de volver? ¿Cuánto pesa una lágrima desesperada?” .


Ayer, el más pequeño de mis vecinos, un arrapiezo de siete años, llegó del colegio llorando porque la maestra le había reñido enojadísima y le había puesto la peor nota de su corta carrera: un cero en castellano, por haber escrito la palabra flor con “h”. Reconozco que como iniciativa es un poco atrevida. Lo que no he conseguido averiguar es dónde diablos acertó a encajarle una “h” a una flor. Son hazañas ortográficas reservadas a esos niños de ojos de asombro que tienen el alma llena de cuentos y los dedos llenos de duendes. Gramaticalmente estoy con la maestra y con el cero; pero con el enojo no. No comprendo por qué cierta gente tiene que escandalizarse tanto ante una simple cuestión de forma, como si la deficiencia ortográfica fuera un delito contra la seguridad gramatical del Estado y un índice de peligrosidad para el futuro: “Ese ha sido. ¡Ese! ¿Y qué no será capaz de hacer el día de mañana un niño que empieza atropellando así las haches y las flores?” .


En estos escritos, como en tantos otros, sale a la luz el maestro krausista que siempre fue Casona, aquel que aprendió de su madre, Faustina Álvarez, los principios primordiales sobre la educación; el que en su primer destino como inspector de enseñanza primaria –Les, el pequeño pueblo del Valle de Arán- fundara la compañía de teatro infantil El pájaro pinto; el que asumiera con entusiasmo y emoción la dirección del Teatro del Pueblo encomendada por el Patronato de las Misiones Pedagógicas; el que, en fin, hablara por la voz de Natacha para defender una educación digna, igualitaria y encaminada a formar ciudadanos libres .


Casona, como siempre, obtiene en las charlas otra feliz comunión entre literatura y pedagogía (y habría que inventar un nombre que no fuera periodismo). Naturalmente, cuando hablamos de pedagogía no nos referimos a doctrina de maestro toscamente revestida de fábulas, sino a esa concepción tan casoniana de la enseñanza como ejercicio supremo de comunicación y de apertura -sin prejuicios- del pensamiento y el espíritu. Una perenne y extrema vocación pedagógica, traducida en un afán primordial por explicar y explicarse, y en un rechazo rotundo a la imposición y al dogma. Una anti-pedagogía en el sentido que le dio Cossío al fundar el Patronato de las Misiones . Como buen pedagogo, Casona no comienza nunca su charla desde la convicción, sino desde la duda; evita aparecer ante el oyente con un guión cerrado, prefiriendo partir de la desorientación: “No sería honrado si no empezara confesando que al elegir este tema pensaba ocuparme exactamente de lo contrario de lo que voy a escribir” .


Pero, ¿siendo textos pedagógicos dejan, por ello, de ser literarios? Recordemos que la crítica más reacia a otorgar categoría periodística a este corpus le atribuye, precisamente, un perfil “en exceso literario”, queriendo referirse con ello a su carisma “poético”, alejado otra vez de la realidad. ¿Habremos de entender con estos argumentos que literatura es sólo aquello desvinculado de lo real? Como método supone, cuanto menos, una percepción bastante roma del quehacer artístico. En lo que a su dimensión literaria (artística, por tanto) se refiere, habría que considerar que las charlas se instalan en el vecindario de ciertas escrituras vanguardistas del siglo XX, inclasificables muchas veces por huir de los cánones genéricos, y sobre todo reacias a la hora de poder determinar si son textos profundamente comprometidos con la crítica al sistema moral y social, o si por el contrario se trata de una creación caprichosa que vive de espaldas a cualquier conflictividad humana. Recordemos, por ejemplo, algunos textos “de oratoria” de Gómez de la Serna o la literatura más breve de Cortázar, las Historias de cronopios. Muchas charlas de Casona producen exactamente la misma impresión contradictoria que Instrucciones para subir una escalera o Instrucciones para llorar: tanto se acerca el ojo a la realidad que la lente se distorsiona y lo que se aprecia parece ser efecto de la fantasía. Sirviendo de crisol a este proceso está, siempre, el humor. Sainz de Robles no acierta a explicar el humor casoniano: “no es humor constructor, ni humor creador, ni humor temperamental, ni humor artístico, ni humor intelectual” . ¿Podríamos hablar de humor cronopiano? El proceso es el mismo: se observa la realidad minuciosamente y de la observación emerge la realidad en su propio absurdo, en su propia ridiculez; es humor de entomólogo: al mirar exageradamente cerca el objeto de estudio, éste pierde sus dimensiones “lógicas”, se deforma, adquiere dimensiones estrambóticas, ridículas o esperpénticas:


Abra usted cualquier tratado de geografía, busque la sección ríos importantes, y su primera sorpresa será comprobar que entre todos los que allí se le dan como importantes, no hay uno solo que tenga la menor importancia. Cosa lógica, ya que esos textos, destinados a desorientar a los estudiantes, tienen la pésima costumbre de medir la importancia fluvial por el número de kilómetros recorridos, la cantidad de agua arrastrada, en vez de clasificarlos de acuerdo con su prestigio universal .


Desorientación otra vez que ilumina y enseña. La misma que, en último término, hace imposible otra labor canónica de la filología: la clasificación de los textos: ¿de qué hablan las charlas radiofónicas? La propuesta que al respecto plantea Evaristo Arce en su antología más amplia de 1982 no sirve de mucho: la buena voluntad y el afán por guiar al lector en la maraña de pensamientos de Casona lleva al editor a etiquetar su selección de textos con títulos o bien nada orientativos (“La gente”, “Animales”, “El mundo de las cosas”), o bien referidos a la forma ocasional que el propio autor da a determinadas charlas (“Cartas”), o a elementos que encabezan los textos, pero que acaban siendo un tema desechado tras las primeras líneas, pues bien repite el de Besullo –como antes traíamos a colación- que una cosa es la idea que tiene para empezar a escribir (o a hablar) y otra cosa es lo que acaba escribiendo.


El pensamiento asistemático que sostiene las charlas –esa “larga conversación”- no es, sin embargo, incoherente. Como corresponde a un buen conversador (y a un pedagogo convencido), hay en cada texto una miniatura de todo su sistema cultural e ideológico. Una lectura atenta no nos puede llevar a engaño: el aparente desorden es pura coquetería, la espontaneidad oculta un programa escrupuloso, forma parte de ese sano exhibicionismo de actor que se percibe en su declamación cuando la charla se oye y no se lee. Ese sistema en miniatura que ofrece cada charla se mueve entre dos ejes esenciales: la pedagogía y la literatura. La primera alienta la voluntad y el modo de transmitir y acoge uno de los tres contenidos recurrentes: la moral; la segunda modula el humor, estiliza la erudición y el pensamiento y concentra los otros dos contenidos perennes: la creación artística y la tradición cultural (oral y libresca).


Así entendido, cada texto se organiza de modo similar, trayendo a colación temas ocasionales (léase la mujer, el amor, el pecado, etc.) que conforman la carne de una misma estructura, con más o menos pequeñas variantes ésta: a) Título / lema / motivo de arranque b) Experiencia vital (narración / eje pedagógico-moral) c) Experiencia literaria (referencias / erudición / tradición cultural) d) Descenso al humor / Efecto sorpresa / Cascada o recopilación


Tratemos de oír, para terminar, una de estas charlas. Se titula Teoría del alfiler, está fechada por Arce en 1960 y condensa, como tantas otras, esa honradez proverbial de Casona a la hora de unir pedagogía y literatura.


Cuando usted vaya al teatro o al concierto, a una lectura de poemas o a la inauguración de una exposición, no olvide este consejo de amigo: lleve un alfiler. Que usted se vista de smoking o del más sencillo gris, que prescinda de los gemelos o se le olviden las lentes para leer el programa, no importa. Pero, por favor, no olvide el alfiler. Yo hace muchos años que lo uso, y de lo único que me arrepiento es de los muchos que no lo usé. Le explicaré. La primera vez que yo sentí esta puntiaguda necesidad fue en una exposición de un pintor español, no tan extraordinario como él se creía, ni tampoco tan mediocre como se empeñaban en hacer creer sus colegas. En una palabra: lo que en buena definición artística se llama “un pintor distinguido”. Dueño de una buena técnica, pero con una tendencia desaforada hacia lo colosal: cuadros que cubrían paredes enteras como inmensos frescos, árboles gigantescos, marineros titánicos y mujeres ciclópeas con dedos que parecían muslos, y muslos como torsos, y torsos como elefantes. El conjunto era tan sobrecogedor que nadie se atrevía a hablar. A cuatro pasos de mí un niño contemplaba atónito todo aquello que para sus medidas debía resultar todavía más desorbitado, y de pronto preguntó en voz alta: -“Dime, papá, el pintor ¿cómo hace después para llevarse estos cuadros a casa?”. El padre contestó tranquilamente: -“Los desinfla”. No sé si lo dijo como una gracia, pero lo cierto es que todos los críticos de arte juntos no habrían encontrado dos palabras más exactas para rechazar aquella hinchazón pictórica. Allí pensé por primera vez en la necesidad artística del alfiler. Lección que ya nos dicta Cervantes cuando el truchimán del Retablo de Maese Pedro emplea demasiada retórica, y don Quijote le reprende con las famosas palabras: -“Llaneza, muchacho, que toda afectación es mala”. Antonio Machado, poeta de frugalidades, por boca de Mairena nos da otra versión de esta misma doctrina que rechaza el follaje y la ampulosidad como enemigos del arte verdadero cuyo ideal es la naturalidad desnuda. Juan de Mairena escribe en el pizarrón de clase: “Los eventos cuotidianos que acaecen en la rúa”, y luego se dirige a un alumno: -“Señor Gutiérrez ¿sabría usted poner eso en lenguaje poético? El alumno contesta sin vacilar: -“Sí, señor; lo que pasa en la calle”. –“¡Muy bien, muchacho! Siéntese”. Cuando ustedes ven el secreto no tiene ninguna complicación. ¿Qué ha hecho el alumno para merecer la aprobación de un maestro tan exigente como Mairena? Simplemente pinchar una frase inflada. Por eso no les aconsejo ir jamás a un teatro, a un recital, a una exposición, y mucho menos al Parlamento, sin llevar prevenido su alfiler. Prevenido, pero limpio ¡eso sí! No ese alfiler-aguijón con punta de veneno que suelen llevar los resentidos. No. Un alfiler hecho de mesura y de naturalidad, con su punta sana de ironía. Ese alfiler que todos necesitamos todos los días, como el alumno de Mairena y el padre de la exposición, para pinchar tanta oratoria grandilocuente, tanta literatura hidrópica, tanta pintura que pretende ser grandiosa y que es simplemente inflada.