20 mayo 2006

El rabel ahogado


Cuando en el verano de 1985 un equipo de encuestadores del Seminario Menéndez Pidal llegó a Salio (León) para recoger romances, Leónides Prieto, de 63 años, les contó lo que en su infancia oyó decir a un misterioso hombre que tenía dos ranuras sobre la lengua, formando una cruz, y que vaticinó –ante la incredulidad de todos- que un día el pueblo sería derruido, sin que de él quedara piedra sobre piedra. La nochevieja de 1986 fue la última en que las campanas de las ocho aldeas de aquel valle llamaron a la misa del gallo, pues muy poco después su sonido, el de los carros hendiendo las callejas, el de los niños jugando, el de las mujeres hilando y el del rabel dando tonada a las noches de invierno, quedaron sepultados bajo las aguas del Embalse de Riaño.

En su diáspora, los habitantes de Salio no pudieron llevar consigo ni sus rimeros de piedra y madera, ni sus techos pajizos, ni sus montañas, ni los inmensos arcones que durante siglos albergaron la camisa de lino o el manto de estameña, pero sí un riquísimo patrimonio poético-musical preñado de romances, canciones, plegarias, conjuros, cuentos y leyendas que hoy –junto con algún rabel milagrosamente salvado de las aguas- dan fe de la frondosidad de una tradición ahogada.

En un establo de Salio primero, en 1985, y años más tarde en su diáspora de Baracaldo o Logroño, los pocos que recuerdan quién fue Salio han cantado y contado su memoria, recogida ahora en un primoroso libro por José M. Fraile Gil (Romances de Salio, Ed. Cantabria Tradicional).

Fabricado en la delicada madera de salguera, el rabel daba la melodía a las largas veladas nocturnas que, tras cada jornada, reunía a vecinos y familiares para compartir tonadas como ésta: “Zorriña, / vente conmigo a la viña / si quieres / comer las uvas verdes…”. También la jila era lugar de encuentro y canto, y allí eran la rueca y los husos los que marcaban el ritmo. Y cómo no, las fiestas del verano, las que –como en tanto mundo hispánico- se concentran entre San Juan y San Pedro, arrastraban a los más jóvenes a enramar las puertas de las enamoradas con flores y hojas de tejo (árbol también ahogado ya) y a cantar rondas y aguinaldos al son del tambor.

Entre las montañas de Salio reverdecieron una y otra vez, durante siglos, venerables romances inspirados en leyendas en torno a Carlomagno o al heroico Gaiteros, junto a otros que allí se fueron quedando a vivir después de que algún ciego cantor, al son de su zampoña, visitara el lugar. Hubo en esa parte del Esla, hasta no hace nada, una canción para cada momento decisivo de la vida (de la naturaleza o de los hombres): canciones para portar el ramo de la nochebuena, para que los niños pidieran el aguinaldo de reyes, cuartetas que las mujeres regalaban a la desposada, el día de la boda, en las que se menudeaba el acontecimiento desde que la novia despertaba hasta que la pareja emprendía su nueva vida (“¡Qué contenta va la novia / porque se va de a caballo! / ¡Cuándo iremos las demás / aunque vayamos andando!”), versos, en fin, para que la leche fuera obediente en el laboreo y se convirtiera en el milagro de la mantequilla.

Más al fondo de la memoria de los adultos que crecieron en Salio permanece un repertorio abundante de juegos y textos infantiles que alertan sobre la sabiduría de los niños que crecen lejos de la ciudad, y que sin complejos confían en el poder de la palabra para que llueva, para que la luna crezca o para que la lagartija salga de su escondrijo. Y más al fondo aún, se guardan oraciones, plegarias para obtener la paz del sueño o de la muerte y. muchas veces, arcaicas oraciones burlescas, muy rebeldes a la Doctrina, que los estudiosos atribuyen al recuerdo de los judíos expulsados en 1492, o de los moriscos que en 1609 corrieron la misma suerte: “Por la señal / de la santa canal / comí tocino, / me hizo mal, / lo puse en el plato, / me lo llevó el gato…”.

Lejos de lo que ya no es Salio ya nadie nunca podrá buscar de nuevo, entre el brezal, la fuente milagrosa que a ratos está seca y a ratos frondosa de agua, o el sitio donde hay escondida una piel de toro llena de onzas de oro, custodiada por una terrible sierpe también sepultada bajo las aguas.