06 junio 2006

Más allá de la copla: el romancero atroz



Antes de que Quintero, León y Quiroga pusieran rúbrica al cantar cotidiano de las mujeres españolas, éstas coplearon, durante siglos y a través de generaciones, anónimos romances populares que satisfacían su curiosidad, llenaban su ocio y colmaban esa morbidez tan femenina por los amores desgraciados y las tragedias familiares.

El romancero de cordel vivió su primera gran eclosión durante el siglo XVIII. Comenzó entonces a hacerse frecuente en calles y plazas la figura del ciego coplero que, a cambio de unas monedas, relataba a las gentes el horroroso crimen de Don Benito o los aciagos amoríos de una humilde costurera. Para ilustrar su historia, el ciego llevaba a veces un cartelón con viñetas que, a manera de secuencias mudas pero más que expresivas, iban mostrando las acciones de los personajes, casi como un cinematógrafo inmóvil y rudimentario. Los oyentes se arremolinaban en torno al coplero, pedían bises para intentar memorizar el relato y, los más pudientes, compraban por unos reales el plieguecillo con el romance impreso, que guardaban con mimo hasta que la memoria –a fuerza de repetir- perpetuaba para siempre la copla.
La costumbre no fue moda de un día. Por lo menos hasta nuestra Guerra Civil la voz ronca y monótona del coplero encantó los oídos de niños y grandes, sugiriendo los misterios y sucesos curiosos o extravagantes, pero de seguro ciertos, porque así lo decía el romance, que atestiguaba sin tapujos el lugar y la condición de protagonistas y sucesos:

En el año cuarenta,
muy cierto y averiguado,
en la villa de Zurita,
cuatro leguas de Miranda,
vivía una mujer viuda:
María Inés de Santillana,
Una de las labradoras
fuertes que allí se notaban,
la cual un hijo tenía
que Alejandro se llamaba...

Para tan larga vida, los romances acudieron en cada momento a diferentes temas que podrían asegurar la atención del público.
Existen así multitud de romances que relatan las fortunas y adversidades de bandoleros popularísimos, como Diego Corrientes o Luis Candelas; hay pliegos devotos, que narran la intervención de la Virgen para evitar grandes tragedias, como el maremoto que asoló Cádiz en 1755. Hay, en fin, oraciones, sartas de piropos a la clásica Manola, debates jocosos, coplillas burlescas y mil y una historias que conforman un universo prodigioso.

Una buena parte de los pliegos de ciego recogen lo que podríamos denominar el romancero atroz
: narraciones centradas en el entorno familiar o amoroso, protagonizadas por arriscadas mujeres o por doncellas de trágico destino, a las que sin duda habría que considerar como las mujeres de la copla moderna.
El romancero atroz rebusca en los sentimientos de un mundo rural y patriarcal, habituado al crimen pasional y a la clandestinidad del amor, preso de una moral estrictísima que cubre instintos ajenos a la norma.


Estos romances atroces recrean así los infortunios de la joven madre soltera que, sin poder sobrellevar la vergüenza del pecado, abandona a su hijo y arrastra de por vida su dolor; encontramos hombres crueles, amantes a la fuerza, que optan por dar muerte a la mujer que desean antes de que ella los rechace; hay auténticos símbolos de crueldad femenina (adúlteras e infanticidas), pero también de coraje y valentía: mujeres que defienden su honor hasta la muerte o jóvenes de fidelidad amorosa inquebrantable, puestas continuamente a prueba. Resulta evidente que los romances fueron gestando una feminidad con cara y cruz que luego consolidaría la copla de las últimas décadas.

Una cara referida a la mujer heroica, casi feroz a veces en cuestiones de amor y de honor. Una cruz, la de la doncella sufriente y humilde, víctima de la arrogancia masculina o de la intolerancia paterna, ante las que sólo se permite la queja. Mezcladas con frecuencia, las dos caras fueron cristalizando en cientos y cientos de romances, que no por repetidos dejaron de despertar el interés de su público.

Y hubo un momento en el que la copla anónima aprendida de la abuela y la última creación de Rafael de León, oída por la radio de galena, se confundieron en la memoria y formaron una misma imagen.
Diríamos entonces que los secretos de Trini la Parrala, de la que nadie sabe de dónde vino ni a quién amó, están encerrados en algún pliego que da fe de los verdadero de su historia; que antes de que La Ruiseñora limpiara su honra a sangre y fuego, lo hicieron otras muchas en el rincón oscuro y nefando de un romance popular; o que el mismo mal de amor que arrastra La Lirio lo padecieron otras, y a alguna hasta le costó la vida, como recoge el romance de Agustinita y Redondo que sigue
:

En la ciudad de Madrid
había una señorita,
hija de Antonio Moreno,
se llamaba Agustinita.
Hablaba con ella un mozo
que Redondo se llamaba;
sus padres no eran gustosos,
la niña se puso mala.
Redondo, de que lo supo,
fue a verla por la mañana.
no lo dejaban entrar
y se asomó a la ventana:
- Ya sé que estás muy malita
con las ansias de la muerte,
y ahora vengo a tu ventana
con la esperanza de verte.
- Por Dios se lo pido, madre,
que yo me voy a morir:
dejen entrar a Redondo
a despedirse de mí.
- Aunque mueras y remueras,
aunque vuelvas a morir,
Redondo no entra en la casa
a despedirse de ti.-
Un sábado por la tarde
ya lo dejaron entrar,
y sus padres lo miraban
con ojos de criminal.
Ya se murió Agustinita,
la de los ojitos negros,
la que quitaba a Redondo
tantas horitas de sueño.