24 diciembre 2007

Zambombas en El Majuelo


Manuel García Pruaño (Jerez, 1935) se crió en El Majuelo, una viña que orilla la carretera entre Jerez y Trebujena y en la que, mientras los padres trabajaban, los niños iban a una escuela unitaria que pagaba el señorito (Domecq entonces) y dirigían un maestro y un cura. De noviembre a diciembre, pasadas las fechas de difuntos, las familias celebraban zambombas alrededor del fuego y de una tinaja con morcelina y carrizo como la que Manuel aún conserva y muestra con orgullo. A su son maestro de la zambomba y al son más torpe de nuestros almireces y palmas, Manuel nos cantó el viernes pasado un repertorio de romances y canciones esmerado y exquisito, sentenciando en los descansos: "Si quieren oír una zambomba flamenca, no vengan a escuchar mis coplas".

09 diciembre 2007

El crimen de Higinia



EL CRIMEN DE HIGINIA: SUCESO, PRODIGIO Y LITERATURA


Artículo publicado en Arte y Crimen: fascinación y derecho (ed. de Luis Ruiz y María Jesús Ruiz), Cádiz, Diputación Provincial, 2007.


Higinia Balaguer comenzó a formar parte de la memoria sentimental del pueblo de Madrid en los primeros días de julio de 1888, cuando fue detenida como principal sospechosa del asesinato de Luciana Borcino, una viuda de acomodada posición que la había empleado como sirvienta seis días antes, y que residía en una amplia vivienda del número 109 de la calle de Fuencarral. La Balaguer se instaló definitivamente en esa memoria dos años después, cuando en la primavera de 1890 fue ejecutada públicamente a garrote vil, cumpliéndose así una sentencia judicial que la hizo callar para siempre, que dejó en la cárcel a una presunta cómplice del crimen, y que absolvió a dos hombres por cuya culpabilidad directa el sentir popular madrileño sigue clamando. En los meses que transcurrieron desde el crimen hasta la ejecución de la acusada, Higinia pasó de ser una criada anónima de vida miserable y un tanto delictiva a convertirse en una heroína. Hasta tal punto fue así, que su calvario judicial fue seguido, en la calle, por un pueblo que alteró repetidas veces el orden público y, bajo el quinqué, por periodistas, escritores e intelectuales que produjeron cientos de páginas impresas sobre el caso. Al pie del patíbulo en el momento de ser inmolada estuvo, por ejemplo, don Pío Baroja, que daría fe en sus Memorias de lo presenciado, y hasta el patíbulo también se acercó doña Emilia Pardo Bazán, en algún momento de aquellas nueve horas durante las que estuvo expuesto el cadáver de la condenada para servir de ejemplo al pueblo. Pero quien siguió -primero con atención de periodista y luego con pasión de novelista- el caso al detalle, día a día durante esos dos años, fue don Benito Pérez Galdós, quizás el máximo responsable de que Higinia Balaguer, hoy por hoy, no sea un recuerdo histórico, sino una construcción literaria, es decir, un personaje.

El clima social y político que en 1888 se vivía en España tuvo mucho que ver, sin duda, con la conmoción popular que desde un principio el crimen produjo: con el partido conservador en el poder y las primeras reuniones sindicales, con la fundación incipiente del Partido Socialista Obrero Español y los comienzos del movimiento anarquista, entre otros hechos, la agitación social era palpable. En tal contexto, el suceso trascendió rápidamente su condición de crimen doméstico –vivido con más o menos normalidad en la época-, adquiriendo una naturaleza paradigmática y siendo percibido por la prensa y la calle con extrema avidez. El asesinato de la Viuda de Vázquez Varela fue así desde el principio la expresión sincrética extrema de un profundo conflicto social de desigualdades e injusticias padecido por muchos, y representado en el caso por arquetipos nítidamente definidos: la rica y tacaña viuda asesinada, la desheredada de mal vivir que encarnaba Higinia, el hijo ambicioso y falto de escrúpulos y de principios que resultó ser José Vázquez Varela, y el corrupto y sobornable director de la Cárcel Modelo, José Millán Astray. Percibido como paradigma, el caso tenía todas las cualidades para convertirse en prodigio, en incógnita, en extravagancia, en hito admirable: materia novelable, pues, y en consecuencia literatura.

Al hilo de las sucesivas detenciones y del juicio oral, y hasta la ejecución de la Balaguer, fueron publicándose decenas de artículos periodísticos, fundamentalmente en Madrid y Barcelona, ilustrados casi siempre por dibujos que reproducían bien retratos de los implicados, bien escenas de la calle o de la propia sala donde se celebraba la vista. Al mismo tiempo, el negocio editorial se lucró cuanto pudo imprimiendo en cantidad pliegos de cordel, cuyos versos altisonantes daban rienda suelta al carácter tremendista y lacrimoso de los acontecimientos, ahondaban en la conmoción del público, e iban grabando a fuego el perfil teatral del suceso y de sus protagonistas en la memoria popular. Galdós, como decía, pasó aquellos dos años al pie de la historia, llegó a entrevistarse personalmente y en más de una ocasión con Higinia Balaguer, renunció a algún viaje especialmente anhelado por asistir a las sesiones del juicio y escribió del crimen largo y tendido (en las crónicas que con puntualidad mandaba a La Prensa de Buenos Aires y en diversas epístolas enviadas a sus amigos más interesados por el hecho), llegando a basarse en él para las dos novelas que elaboró entre 1888 y 1889 (La incógnita y Realidad) y para la pieza teatral titulada también Realidad que completó a principios de 1892. El crimen de Higinia –y más que nada la propia Higinia- continuó fascinando a los creadores hasta un siglo después: de 1984 es la película que Angelino Fons rueda para Televisión Española y en la que se retrata, sobre todo, ese perfil insensato y, a la vez, heroico de la Balaguer.

En todo ese tiempo, las vinculaciones del suceso real con el hecho literario (en cierto modo de la verdad con la mentira) se hacen complejas, y al menos devienen en un doble proceso: en un primer momento, el crimen y sus protagonistas generan una serie de objetos artísticos (textuales e icónicos) que se comportan como recreación de lo sucedido, y por tanto como expresión hiperbólica y romántica de la realidad; en un segundo momento, la recepción de los objetos artísticos coloca a éstos como garantes de la verdad, y en el imaginario popular el lugar de la realidad lo ocupa la literatura, desterrando ésta por completo a la historia. De hecho, este dilatado proceso es comparable al que, en unos pocos meses, se opera en el propio Galdós, que pasa de la curiosidad del periodista a la fascinación del novelista, y de la obsesión por que la justicia esclarezca lo sucedido al margen de la prensa y de la calle, a la seducción por el discurso novelesco de Higinia y por su capacidad sublime de mentir. Muy consciente de ello, el escritor describiría esta dinámica pocos años después, en 1897, al analizar las relaciones entre literatura y realidad en su discurso de recepción ante la Real Academia Española, titulado La sociedad presente como materia novelable:

Imagen de la vida es la novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, y el lenguaje, que es la marca de raza, y las viviendas, que son el signo de familia, y la vestidura, que diseña los últimos trazos externos de la personalidad: todo esto sin olvidar que debe existir perfecto fiel de balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción. Se puede tratar de la Novela de dos maneras: o estudiando la imagen representada por el artista, que es lo mismo que examinar cuantas novelas enriquecen la literatura de uno y otro país, o estudiar la vida misma, de donde el artista saca las ficciones que nos instruyen y embelesan.

De la realidad a la literatura

La conversión de la ciudadana Higinia Balaguer en una ficción literaria arranca de la caracterización que de ella hacen Galdós y otros para la prensa. Se suceden en este medio las descripciones más o menos pormenorizadas de la acusada y el periodismo gráfico ilustra con asiduidad su perfil, algo digno de resaltarse, pues es en esa dimensión física en la que Galdós descubre el componente perverso de la mujer que el retrato de frente oculta:

De frente recuerda la expresión fríamente estupefacta de las máscaras griegas que representan la tragedia. El perfil resulta siniestro, pues siendo los ojos hermosos, la nariz perfecta con el corte ideal de la estatuaria clásica, el desarrollo excesivo de la mandíbula inferior destruye el buen efecto de las demás facciones. Vista de perfil… resulta repulsiva.

La doblez advertida por el observador don Benito en la personalidad de Higinia anticipa el misterio que su caso llega a despertar, o lo que es lo mismo, los borrosos límites entre realidad y apariencia. Más allá de los escorzos difundidos por el periodismo, esta naturaleza esencial de la acusada se materializa en su competencia discursiva, manifiesta en las sucesivas y contradictorias declaraciones que realiza durante la instrucción del sumario y en el juicio mismo, en sus fascinantes relatos orales, ante cuya condición novelesca Galdós acaba rindiéndose.

Tal y como el escritor lo describe en las crónicas de La Prensa, los relatos de Higinia Balaguer van conformando una narración básicamente literaria: verosímil por sus mismas contradicciones y por la progresiva incorporación de cómplices y antecedentes y, sobre todo, artísticamente deslumbrante y efectista, por la habilidad innata para captar la atención del oyente que Higinia, de retórica autodidacta, parece tener. De la simple e inicial declaración desnuda del suceso, la improvisada narradora pasa a la complejidad novelesca, valiéndose para ello de elementos diversos: la autoinculpación por la que se erige en protagonista absoluta, lo cual subraya con información sobre su “prehistoria”; las acusaciones a Vázquez Varela y Millán Astray, que son el germen del cariz político que el caso llegará a adquirir; la exculpación posterior del “Gallo Varela”, que apunta a un posible ingrediente amoroso; las acusaciones a las hermanas Ávila y a otros inculpados eventuales, con lo que se complican y sobredimensionan los móviles del asesinato… Material narrativo, en fin, que la Balaguer manipula con maestría: haciéndolo en momentos críticos, en situaciones donde la expectación del público es extrema, y con un dominio absoluto de la escenificación, si atendemos a que sus silencios, sus miradas, toda su kinésica cada vez que declara, hacen exclamar a Galdós: “¡Qué gran actriz!”.

Higinia, una desheredada sin futuro que, de no ser por la muerte de la Viuda, ni siquiera habría tenido una necrológica en la prensa, se hace a sí misma personaje, animada quizás por la atención que se le presta, y sacrifica todo lo que tiene –la propia vida- en aras de la fama, de la heroicidad, un valor que, en su caso, hace imprescindible esa insensatez inexplicable para muchos. A medida que habla, pues, se construye, adquiere cierta conciencia de ser y, desde el escenario de la prisión o del banquillo de los acusados, ante un juez, un periodista y todo un pueblo atento a sus palabras, organiza su ficción. Su punto de vista narrativo es –a esas alturas de la tradición literaria y como bien sabe Galdós- del todo clásico: tiene su primer antecedente en el relato de Lázaro de Tormes y su consolidación en la ingente producción autobiográfica que pícaros y pícaras del siglo XVII llegan a generar. El propio Lázaro, Guzmán de Alfarache, Teresa de Manzanares (“La niña de los embustes”), Estebanillo González, Alonso de Contreras, La Pícara Justina y tantos otros encarnan un mismo fenómeno: la incorporación a la fama de un excluido social que, instalado en un momento crítico de su aventura vital, tiene el don retórico de manipular sus peripecias hasta convertirlas en novela. La desgraciada diferencia entre ellos e Higinia es que “los clásicos” hablan desde la atalaya del cinismo (el “buen puerto” del Lazarillo), del arrepentimiento (las galeras de Guzmán) o del retiro de una vida delictiva (Alonso de Contreras), mientras que la Balaguer, precipitada por los acontecimientos a construirse apresuradamente, ni puede ni sabe aprovechar su material narrativo, organizar con coherencia sus mentiras, medir sus palabras, y embriagada por el tumulto de oyentes que la rodean, se sorprende, de un día para otro, al pie del patíbulo.

Las conexiones entre la declaración oral del reo ante sus acusadores y la composición novelesca no son tampoco nuevas. De hecho, un género tan trascendental como la picaresca parece tener ahí su embrión. La obra que lo inaugura, el Lazarillo de Tormes, podría haber nacido de la re-construcción que su autor hiciera del discurso ritual de los condenados ante el tribunal de la Inquisición, el cual se atenía a un orden de relación codificado, e implicaba la subordinación de los episodios relatados a un “caso” al que justificaran, y que Lázaro (narrador-personaje) convierte en el punto de fuga de su relato, en la meta de su proceso deseducador, identificándolo así con su “hábito de hombre de bien” y su cínicamente aceptada condición de cornudo. La relación entre el rito discursivo inquisitorial y la primera novela picaresca sería, por tanto, la de una contigüidad discursiva, germinada en las sucesivas muestras del género, en un proceso de continuum en el que cada nuevo relato desestructura al anterior para reelaborarlo con la incorporación de nuevos elementos. Del mismo modo, la conversión de Higinia Balaguer en personaje no culmina con sus declaraciones públicas, sino al final de un proceso de sucesivos textos asociados por el engarce de la contigüidad.

Como ya adelantaba, los propios textos orales de Higinia se van sucediendo en una acumulación de ingredientes subjetivos ausentes de su primera declaración, atenta ésta únicamente a lo sucedido en el piso de Fuencarral el primero de julio, y a demostrar su inocencia. De tales ingredientes, quizás los más literarios sean los referidos a su prehistoria y a la implicación en el caso de Vázquez Varela, Millán Astray y otros cómplices varones. Con el primero la narradora se acoge a un tópico consagrado por el relato folklórico y la novela de aventuras en general: la genealogía determinante, es decir, la comprensión del destino del héroe (o del anti-héroe) por las circunstancias que rodean su nacimiento y su infancia. Como en la narración del de Tormes, la Balaguer pone en marcha la justificación de su “caso” (aquí el crimen) remontándose a su inhabilitación social heredada por vía familiar, actualizando así la dimensión social de la literatura picaresca, referida a la utopía humanista del self made man y a la imposibilidad de la misma en un sistema en el que sigue prevaleciendo la selección de los que triunfan por su origen y consecuente estado. Higinia también activa con esta parte de su relato una norma primordial de la autobiografía literaria: uno no puede conocerse, sino solamente narrarse y, en la narración, los hechos síquicos son irreproducibles, por lo que se recurre a la re-creación y, por tanto, a la ficción. Siendo aquí el crimen de doña Luciana el punto de fuga, la prehistoria de la condenada desplaza el foco de atención del caso y, por ende, dota al ya casi personaje de una hondura psicológica y de una complejidad con las que en principio no se contaba. Por su parte, la acusación de Higinia contra los hombres y su posterior exculpación añade el matiz político que tanto calado alcanza en la recepción popular del caso, ámbito en el que el perfil privilegiado y corrupto de Varela y Millán Astray prevalece sobre cualquier indicio de culpabilidad de la sirvienta. Además, y en lo referido exclusivamente a la implicación masculina, Galdós atisba un nuevo componente, el amoroso, probable clave para el novelista (ya no para el cronista) de la asunción absoluta de culpabilidad por parte de la Balaguer: “La mujer más criminal y empedernida es capaz de inmolarse sola antes que delatar al hombre que ama”.

Las relaciones de contigüidad de las sucesivas declaraciones de Higinia con otros textos prosiguen en la prensa. El estado embrionario de la crónica de sucesos en la época mantiene a ésta muy vinculada al folletín, y sobre todo a las espectaculares y hasta extravagantes relaciones de sucesos que desde dos siglos antes, en forma de pliego, venían deleitando a un público masivo. Como lamenta Galdós, los periódicos no discriminan –antes al contrario- los excesos morbosos que cualquier noticia puede inspirar, y alimentan no ya la curiosidad, sino la avidez carroñera de un gentío que, con su ocio, es la piedra de toque del negocio editorial. Apropiándose de los trucos del folletín más exagerado y sentimental, las crónicas periodísticas no atienden a la narración objetiva de los acontecimientos, sino a la difusión impresa de una rumorología que se concentra en el lado más confuso y nefando del crimen y de sus protagonistas. Sin lugar a dudas, la prensa es soporte principal de las narraciones de cordel que paralelamente se fueron publicando y difundiendo, y que constituyen un nuevo eslabón en la cadena que lleva del suceso a su literariedad.

A esas alturas del siglo XIX, el pliego en verso ostenta un dominio absoluto en los gustos populares. Satisface ostensiblemente la demanda noticiera de un gran público, y sobre todo colma la necesidad de éste por una mitología de a pie que sintetice un repertorio de conductas morales adecuadas e inadecuadas. El pliego ofrece siempre una narración paradigmática, sin ambigüedades éticas, en un envoltorio literario fundado además en la hipérbole, la morbosidad y la escatología, y actualiza en cada momento el viejo consejo de la narración popular, que a juicio de sus creadores debe combinar el exemplum y el entretenimiento, esto es, “envolver la medicina en dulce”. Por lo demás, los pliegos editados en torno al crimen contribuyen, con sus sencillos octosílabos, a imprimir la anécdota en la memoria tradicional, de manera que lo impreso y lo oral se retroalimentan forjando un universo literario en el que el suceso histórico queda cada vez más desdibujado.

Sobre lo real y lo verdadero

De tal manera pudo ser así, que cuando Higinia Balaguer llega -casi dos años después del crimen- al patíbulo, no tiene relevancia su condición de criminal ajusticiada, sino que prevalece su dimensión mítica: su misterio como personaje, su encarnación de un martirologio extravagante y conmovedor que necesita de la pasión última para firmarse como hagiografía.

A esas alturas de la historia, la historia misma ha quedado desreferencializada, despojada de datos concretos, de coordenadas específicas que la ubiquen y la particularicen. El nombre de Higinia Balaguer alude más que nada a la representación genérica de un arquetipo, el de la mujer de ínfimo nacimiento y peor vida que, ágrafa y falta de recursos, expía con su muerte la imperfección de un sistema social y judicial que así oculta sus carencias, siendo la más importante su incapacidad para anteponer el esclarecimiento de la verdad a ciertos privilegios de clase. Asimismo –y sobre todo de cara a la sentimentalidad popular- la Balaguer simboliza la irresoluble victimología femenina en un sistema de poder organizado por varones. De ahí –de esa condición de icono que el personaje ya tiene en la primavera de 1890- deriven probablemente las leyendas inverosímiles en torno a su muerte, sobre la que se llegó a dudar cuando corría el rumor de que lo expuesto en el patíbulo no era su cadáver, sino una muñeca; y de ahí sin duda proviene la persistencia del personaje en la memoria tradicional. En ésta, el nombre de Fuencarral tiene, a partir de ese momento, un valor emblemático similar al de “un lugar de la Mancha”, mientras que el de Higinia señala al de una figura mítica completa, a falta únicamente de esa extravagante resurrección sobre la que la leyenda de su falsa muerte levantó tantas expectativas.

Desechada la verdad por inescrutable –y por el convencimiento de que los poderosos no permitirían nunca su esclarecimiento- es la literatura lo que sedimenta la percepción del suceso, adquiriendo así el estatuto de realidad. La realidad del crimen de Higinia se bifurca en dos grandes textos de diferente cariz: uno, específicamente popular, se basa en la rumorología, en la prensa folletinesca y en los pliegos difundidos paralelamente al proceso, y deviene en una oralidad continuamente recreada; el otro se modula como “literatura culta” o “de autor”, y se materializa sobre todo en las novelas galdosianas.

Es en el ámbito literario popular donde la dimensión “prodigiosa” del suceso adquiere mayor envergadura. Como decía, la memoria oral se alimenta del discurso folletinesco y de la crónica negra, y uno y otro actúan como intertexto para producir un discurso representativo de la subliteratura. Ésta cumple con su código a la perfección: decantándose por el esquema narrativo del pliego, organiza el universo relatado en un sistema maniqueo de absolutos (el bien frente al mal, la víctima frente a los verdugos, la verdad frente a la mentira), evita la ambigüedad moral y, en este último sentido, clausura la interpretación de los hechos, sancionando por consenso unánime cada condena y cada redención. Impermeable a los matices, el texto popular se impone como verdad y combina la condición de exemplum que ésta le otorga con la de espectáculo y entretenimiento, obtenido por la vía de los elementos sensacionalistas.

De éstos precisamente huye Galdós, convencido de que la retórica de la emoción debe desterrarse de todo lo que dignamente llamemos literatura, y de que lo lacrimógeno y lo fabuloso pervierten la novela y, como consecuencia, al público que, de recibir mentiras, vería estafada la misión pedagógica que toda novela debe comportar. Galdós, que llega a la necesidad de novelar el crimen de Higinia por la seducción novelesca que el discurso de ésta le produce (es decir, por el componente folletinesco y teatral de su narración oral), renuncia a sumergirse en la devoción popular hacia el personaje, al que no lleva a la escritura, optando en cambio por unas novelas de índole “intelectual” que debaten las relaciones conceptuales entre realidad y apariencia.

En buena medida, la solución última que da el novelista a su interés por el crimen es coherente con el resto de su producción narrativa, y sobre todo con la compleja relación que, respecto a los productos literarios masivos, se establece entre su teoría y su práctica. Las declaraciones teóricas de Galdós denostando el folletín y otros “subproductos” se repiten aquí y allá en epístolas, discursos y otros escritos, pero el uso del código folletinesco y del de la crónica de sucesos como intertexto en Tormento, La incógnita o Realidad, está fuera de toda duda para la crítica galdosiana.

Galdós, por tanto, noveliza el crimen de Higinia en dos moldes ajenos a lo popular: la epístola (La incógnita) y el diálogo (Realidad). Hace dejadez con ello de su primer deber como cronista del suceso (esclarecer la verdad) y, renunciando a ésta, centra su interés en la discrepancia filosófica entre realidad y apariencia. Cervantino al fin (humanista al cabo), Galdós opta por una novela edificante desde el punto de vista intelectual, formativa y analítica, llena de advertencias sobre las perversiones que el chisme y la subliteratura producen en el público. Con ello, deja de escribir una tercera novela con la que quizás debería haber honrado la memoria de quien tanto y tan buen material narrativo le entregó: Higinia Balaguer, de quien nunca tendremos una autobiografía escrita que comenzara, por ejemplo, así: “Yo, señor, no soy mala, pero no me faltarían motivos para serlo…”.

Crímenes que cambiaron Madrid: Fuencarral

(Un reportaje de Patricia Gosálvez / El País, 9 de marzo de 2009):

http://www.elpais.com/articulo/madrid/Telebasura/siglo/XIX/elpepiespmad/20090309elpmad_10/Tes/



04 diciembre 2007

El cancionero navideño de Fernán Núñez (Córdoba)

Dos momentos de la encuesta realizada en diciembre de 2006 en Fernán Núñez (Córdoba). Componen el grupo de informantes: Filomena García, María Párraga, Antonia López Aguilar, Patrocinio López Baena, Magdalena Jiménez, María Cano, María Velasco y Marina Uceda.


Horza, vejiga y carrizo: esos son los materiales con que en Fernán Núñez (Córdoba) construyen la zambomba, un instrumento aquí pequeño, para sostener entre las manos de las mujeres que todavía se reúnen en las heladas de diciembre y cantan tonadas.

En Fernán Núñez estuvimos hace hoy un año para entrevistar a las vecinas que generosamente repitieron sus cantos para nosotros. Comenzaron tímidas, al hilo de la sobremesa y –como suele ocurrir- culminaron en el filo de la madrugada con coplas picantes para las que la zambomba hubo de pedir ayuda a las carrasquiñas, unos palos dentados con sonajas que llegaron a explicar mejor las burlas.

En medio, devanaron las mujeres unos ochenta temas, repertorio frondoso entre la melancolía y el jolgorio, nunca desordenado. Escenificaron la infancia con retahílas, canciones de corro e invocaciones al sol y la luna; los temores y las esperanzas de la primera madurez con conjuros, refranes, plegarias y oraciones; la felicidad del baile con jerigonzas; el sudor de la vida con canciones de trilla… La compañía del invierno, en fin, con un puñado de tonadas navideñas, romances y canciones, devotas y profanas. María Párraga (62 a.), que sabe cantar (hay quien aún sabe) nos tejió el encaje de La canastilla del Niño en esta preciosa versión a la que sirve de desenlace La Virgen costurera:



El veinticuatro del mes
nació el Niño Dios divino,
la Virgen como era pobre
no tenía para el hatillo.
Yo le haré el hatillo
lo mejor que pueda,
que no esté desnudo
mi querida prenda.
El juboncito y la chambra
se lo haré de holanda fina
con encajes y entredoses
y el bordado de la china,
la faja la haré
de lo más finito
para que le ajuste
ese cuerpecito.
El gorrito, niño mío,
dime de qué te lo formo,
que no quisiera taparte
ese pelito de oro.
Te lo haré de tul
todo muy calado
para estarte viendo
ese pelo enrulado.
Ya tengo el hatillo hecho,
a Belén lo llevaré
y allí, madrecita buena,
todo te lo entregaré.
Recibe, María,
este regalito
que le vengo a hacer
a tu Jesusito.
Que te acuerdes, madre mía,
que cuando nazca tu niño,
que te acuerdes decirle
la que le hizo el hatillo.
Dios te dé salud,
también de comer
y luego te lleve
al cielo con él.
La Virgen no tiene aguja
ni hilo para coser
ni dedal para su dedo
para su hatillo hacer.
Señor Patriarca,
Señor San José
con una varita
al monte se fue.
De la pluma de un jilguero
San José hizo una aguja,
de los copitos de nieve
hilo para su costura,
cogió una bellota,
le quitó el sombrero
y un dedal precioso
le puso en su dedo.
San José dice a la mula:
ligera, mula, ligera,
que Belén está muy lejos,
la Virgen no tiene espera.
La mula ligera,
San José también,
Señor Patriarca,
Señor San José.

Realizaron la encuesta de Fernán Núñez: José M. Fraile, Marcos León Fernández, Melchor Pérez Bautista y María Jesús Ruiz. Para otras versiones y un estudio de este tema, vid. José Manuel Fraile Gil: "La canastilla del niño. Un villancico enumerativo", Revista de Folklore, 279 (2004), págs. 75-80.