28 agosto 2009

Este columpio está abierto


A Mónica Gómez (Fontecha, Cantabria, 1915),
que le mataron al marido en la guerra y dejó de cantar.
Y setenta años después nos hizo el regalo de su memoria.

En noviembre de 2008 vio la luz Al vaivén del columpio: fiesta, coplas y ceremonial; con él, sus autores (José Manuel Fraile, Susana Weich-Shahak y María Jesús Ruiz) hemos intentando la utopía de musealizar el canto, el goce y el estado de gracia en el que, durante siglos, vivieron los niños, mujeres y hombres que se balancearon en ese juguete primordial que es el columpio, hoy vulgarizado en la vida cotidiana de los parques y trágicamente desprendido de su significado cultural.

Fue en Liébana (Cantabria) y en el verano de 2006 cuando hablamos por primera vez de este libro. Hasta allí nos había llevado la búsqueda de romances tradicionales, con la intención de ultimar la recolección emprendida por José Manuel Fraile hace veinte años. El romancero cántabro, mostrado por Cossío en 1933 como el esplendor poético resguardado entre montañas, se nos asomaba ahora desvaído y melancólico, dormitando en la memoria de las personas de más edad, exiguos habitantes de unas aldeas casi despobladas. Igual que los romances, muchas ermitas románicas se desmoronaban ante nuestros ojos y representaban en el hermoso paisaje de los Picos de Europa el olvido siniestro. Porque no es el tiempo quien arrasa, sino el hombre, y en nuestro país la memoria arrasada tiene como madrastra la guerra civil y como ama de cría la dictadura, el aislamiento, el hambre, el destierro y la emigración. Nos queda, pues, el deber de levantar museos, al menos para no avergonzarnos tanto.

Comenzamos a hablar aquellos días de la tradición del columpio, y de sus coplas, y de sus ritos, seguramente seducidos por esas joyas engastadas que a cada paso asomaban por entre las asonancias del romancero montañés, regalándonos su penúltimo brillo antes de extinguirse: versos de color épico que habían resistido el paso de los siglos y que ahora escuchábamos con asombro y vértigo, o conjuros, plegarias e invocaciones que nos recordaban nuestra íntima y perdida condición de seres vivos y una interlocución con la naturaleza para la que ya no tenemos palabras. Haciendo memoria, recordamos que en muchas de nuestras encuestas habían aparecido, salpicadas acá y allá, coplitas breves que componían un rosario de plegarias amorosas y de cantos al aire y al sol que nuestros informantes asociaban al vaivén infantil y juvenil del columpio: columpios campestres colgados de encinas y alcornoques para la primavera y el verano, para gozar de la estación del amor, y columpios de invierno, resguardados en patios, soportales y soberaos, para ir cantando el tiempo largo del frío, o para celebrar un carnaval sin máscaras comerciales. Desde el cielo de Liébana, los columpios nos parecieron los testigos minúsculos y esplendorosos de lo que la Tradición había sido siglo tras siglo.

Al regreso de Liébana realicé una primera exploración en la Sierra de Cádiz en busca de coplas de columpio. Había encuestado allí muchas veces y con relativa facilidad la memoria de estas gentes me había proporcionado un repertorio amplio de romances y canciones vinculado sobre todo a las fiestas navideñas, así como a las tareas del campo. No tenía conciencia, pues, de que la tradición de la bamba habitara en sus recuerdos, y el asombro fue inmenso cuando, nada más preguntar, empezaron a brotar decenas de coplas hermosísimas que, alrededor del columpio, habían articulado el galanteo mozo de mujeres y hombres hasta los años cincuenta del siglo pasado. En los meses posteriores, las entrevistas realizadas en otros puntos de Andalucía no fueron diferentes, cumpliéndose siempre –eso sí- una constante: en los núcleos urbanos la memoria del columpio se había extinguido por completo, seguramente acelerada por las prohibiciones que el franquismo se encargó de decretar sobre tan inmoral divertimento; en pueblos y aldeas, sin embargo, sólo la pobreza y la despoblación habían ido diluyendo poco a poco las ganas de mecerse y de cantar, y aún así las mujeres más aedadas conservaban fresquísimo en su memoria un repertorio sensual y gozoso.

La búsqueda en textos y documentos antiguos nos deparó asimismo escenas deslumbrantes. Ese Pieter Brueguel de la erudición castellana que es Rodrigo Caro desgrana en un extenso capítulo de sus Días geniales la mitología y el costumbrismo del columpio, identificando el “divertimento de mozuelas” de los inicios del siglo XVII con el vaivén que las doncellas atenienses dieron en practicar para buscar el cuerpo de su amiga Erígone por el cielo y por la tierra. El Tesoro de Covarrubias, por su parte, explica cómo la soga atada al árbol, el canto y el toque de pandero ponen marco, en la Andalucía de su época, a la estampa del cortejo amoroso, y adelanta lo que con mucho detalle pintarían siglos más tarde Goya, Bécquer, Coloma, Clarín o Palacio Valdés. La observación romántica que de lo popular hizo el siglo XIX, pues, fue definitiva para que tomáramos conciencia de la trascendencia que para la cultura popular de muchos siglos tuvo un juego tan aparentemente nimio como el columpiarse.

Las coplas de columpio encierran un código de cadencias naturales. Explican con detalle la intermitencia del ciclo anual, siempre al vaivén de períodos espirituales e introspectivos (invernales) y períodos de regeneración y eclosión de los sentidos (primaverales). Sitúan el rito, así, en las fronteras festivas de la Cuaresma (Carnaval y mayo-junio), y se revelan como el retrato perfecto de la ocasión para galantearse que hombres y mujeres buscaron en el esparcimiento del juguete. De la estación propicia para el galanteo avisan muchos versos que traducen, sobre todo, el sentido de inversión de las normas cotidianas que la fiesta tuvo. Los columpios montados con troncos y maromas durante el Carnaval o los improvisados en el campo en mayo y San Juan son constantemente evocados:

El columpio de esta casa
no se ha hecho pa jugar,
se ha hecho pa columpiarse
los días de carnaval.

Día de San Juan alegre
cuajan la almendra y la nuez,
también cuajan los amores
de los que se quieren bien.

Toma, niño, estos dos cuartos
y toca en aquel cristal
y dile a aquel mozo rubio
que me venga a columpiar.

Si se partiera la soga
dónde iría yo a parar,
a los brazos de mi amante
y un poquito más allá.

La bamba se hace en la calle
o en cualquier encrucijá:
dos palos con una soga
pa poderse columpiar.

Descifra también este repertorio ritos primordiales del ciclo de la vida humana. Antes que ceremonial de galanteo, el columpio fue entronización de la feminidad, teatralización de relevo generacional entre mujeres: las más jóvenes ocupaban el asiento aéreo y vistoso, desde el que se exhibían proclamando su reinado. Desde allí les estaba permitido alabar o despreciar al amante quien, en clara situación de inferioridad –en tierra- sólo podía optar por la plegaria amorosa dirigida a la que dominaba el cielo:

Míralo por dónde viene
el que ha de ser mi marío,
el que tiene que juntar
su corazón con el mío.

Míralo por dónde viene
el que ayer me despreció,
el mundo da tantas vueltas
que ahora lo desprecio yo.

Cara de leche colada,
apetite de limón,
ya sé que estás enfadada,
vengo a pedirte perdón.

La calle te regaré
de confitura menuda,
todos verán en la calle,
yo veré en tu bonitura.

Como los viejos y melancólicos romances de Cantabria, las coplas de mecedor encierran imágenes que interpretan una relación con la naturaleza y con las cosas invisibles que la civilización nos ha vedado. Se han resguardado entre estos versos, por ejemplo, estampas seculares de la canción de amigo. Así ésta, que evoca el atributo místico del amante dormido a quien la doncella contempla con la certeza de que, al llegar la estación templada, igual que las semillas, despertará:

Aquí lirios y allí lirios,
todo el campo está enliriao
y en medio de tanto lirio
está mi amante acostao.

Se mecen también en estas coplas palabras e invocaciones vinculadas al significado mítico de ascensión que tuvo el juego, aquel mencionado por Rodrigo Caro al contar que las doncellas se mecían para alcanzar el cielo y encontrar a su difunta amiga:

Cogiendo yeros gané
las argollas del columpio,
por si me tropiezo y caigo
Dios perdone a los difuntos.

Y aparecen, en ese tesoro enigmático que componen las retahílas infantiles de columpio, los últimos destellos de viejos romances, como en este caso, en el que los versos se sostienen sobre una ya desdibujada fórmula de las baladas que cantaron el medieval Cerco de Zamora:

Este columpio está abierto,
nunca lo veo cerrado,
pasó la Virgen María
vestida de azul y blanco.

El columpio –abierto en el recuerdo de quienes lo cantaron- sirve para mirar desde el cielo. Como toda la tradición oral, nos permite acceder a otro conocimiento de las cosas para el que nos hemos ido mutilando. Y ahora, en el principio de una calle –la del siglo XXI- en la que no nos permiten colgar mecedores, es un ejercicio de memoria histórica y cultural obligada. Porque el olvido de las coplas también denuncia el olvido, y nos avisa de que en las cunetas no sólo se enterraron cadáveres, sino también las ganas de cantar.

Publicado en Educación y biblioteca, año 21, núm. 172 (julio-agosto 2009), págs. 30-32