21 julio 2007

El amor a las cosas de mi patria...


María Jesús Ruiz, "El amor a las cosas de mi patria...": romanticismo y romancero en las interpretaciones hispanas del Quijote

Publicado en Ínsula, 727-728 (julio-agosto de 2007): Raros, locos, visionarios y embusteros: el Cervantismo (monográfico coord. por Alberto Romero Ferrer), pp. 15-16.



La idea de que el deber intelectual tiene que ver con la memoria y no con las rupturas se instala en el hispanismo con los primeros brotes del romanticismo y –quizás por encontrar un inmejorable caldo de cultivo- persiste casi hasta la actualidad. Surge por reacción al afrancesamiento y al olvido de “lo hispano” que marcaron la Ilustración y se hace muy pronto con dos armas emblemáticas: el Quijote y el Romancero, blandidas ambas con fervor casticista durante todo el siglo XIX y, más allá de él, enredadas en una misma vocación filológica.
Estas dos médulas –en opinión de tantos- de la literatura española corren en su apreciación una suerte similar, plagada, por otra parte, de encuentros nada fortuitos: son veneradas, primero, por los románticos europeos, y luego canonizadas por una larga nómina de intelectuales españoles que quedan deslumbrados ante su propio patrimonio; en su andadura conjunta, en fin, uno y otro texto se reconocen deudores recíprocos y llegan a cifrar su grandeza en haber sido creados en un estado de gracia comparable al que inspiró La Ilíada.
En el imaginario romántico, el Quijote y el Romancero son las máximas expresiones del espíritu nacional (“noble, guerrero, generoso y grave”, en palabras de Agustín Durán), y descartan con rotundidad esa naturaleza cómica propia de “gente de baja y servil condición” que la denostada óptica del XVIII pretendió asignarles
[1].

Don Quijote y Montesinos, una misma suerte

Anthony Close nos ha explicado con detalle cómo el ideario disperso de los románticos alemanes es la yesca que en la España decimonónica enciende la mecha del modo esencial de su crítica literaria[2]: la recepción de las opiniones de Schlegel o de Schelling sobre la existencia de una poesía universal, de un sentir poético sobrenatural –exento de sofisticación e individualismo-, de una identificación casi telúrica de la identidad cultural de un país con sus grandes monumentos literarios, y –quizás, sobre todo- de un concepto tan influyente como el de Volkgeist (alma del pueblo), se convierten aquí en un sólido engranaje teórico de cara a la interpretación de la propia literatura. Y lo más importante: tales fundamentos, lejos de quedarse en una efímera moda o, cuando mucho, en una pasión generacional, se instalan para siempre en la interpretación filológica, alentando no sólo a los intelectuales propiamente románticos, sino a los que, en lo sucesivo, podremos identificar como folkloristas, noventayochistas, modernistas, historicistas, positivistas e incluso krausistas.
Como una constante ineludible, todos ellos, por lo menos hasta bien entrado el siglo XX, parecen verse abocados a un mismo destino intelectual con dos posibles trayectorias: estudiar el Quijote desde sus conocimientos del Romancero o dedicar sus desvelos a la balada hispánica desde los presupuestos (y claves
[3]) de la obra cervantina.
Como paradigma de esto que decimos irrumpen en el hispanismo romántico más temprano los escritos de Agustín Durán y, en particular, su Romancero general o Colección de romances castellanos anteriores al siglo XVIII (1849)
[4]. En buena medida, las apreciaciones de Durán –a quien “el amor a las cosas de mi patria” mueve a publicar los viejos romances- contienen los principios esenciales por los que se guiarán sucesivos hispanistas en el análisis de los dos grandes textos de los que hablamos. Ya puede localizarse aquí con claridad la condena a la crítica dieciochesca por “preferir lo extraño a lo propio” y, en consecuencia, la identificación de la literatura autóctona con el ser esencial del país y con la propia patria. Discursos, los de Durán, ciertamente apasionados, de un romanticismo “patriótico y nostálgico” –como certeramente lo califica Close-, que colocan al Romancero y a la más añeja tradición caballeresca en cimas casi sobrenaturales: “Los romances viejos populares y sus imitaciones popularizadas, debieran ser los elementos de nuestra epopeya nacional, si nos fuese posible alcanzarla, porque allí se contenía, como dijimos en otra parte, toda la ciencia, la fe, los hábitos y costumbres del país, formadas en el transcurso de muchos siglos, y arraigadas en los corazones; porque allí se veía el pueblo pintado a sí mismo, y retratados en los hechos sus sentimientos y sus glorias; porque allí se le presentaba su civilización, y porque era el medio único que tuvo de conservar en la memoria, con lenguaje y formas al alcance de su inteligencia, aquellos hechos y virtudes que amaba recordar, y aquellos vicios que deseaba contener o castigar”[5].
La homologación entre el Quijote y la “verdadera” epopeya es quizás la idea que con mayor fuerza gravita en el discurso que Juan Valera compone en 1864
[6], claramente heredero de los juicios de Durán, y crisol definitivo de otros dos principios importantes: el que aleja al Quijote de su consideración de mera obra de burlas y entretenimiento, y el que lo sitúa no tanto como condena de las extravagancias caballerescas, sino, sobre todo, como la novela de caballerías más estilizada, inspirada y “castiza” nunca escrita. Y tal como la ve Valera la contempla Menéndez Pelayo años más tarde: “constituye el Quijote una nueva categoría estética, original y distinta de cuantas fábulas ha creado el ingenio humano; una nueva casta de poesía narrativa, no vista antes ni después, tan humana, trascendental y eterna como las grandes epopeyas, y al mismo tiempo doméstica, familiar, accesible a todos, como último y refinado jugo de la sabiduría popular y de la experiencia de la vida”[7]. Ese sentimiento orgánico e integral de la novela de Cervantes, considerada ya en los umbrales del siglo XX como el compendio de todo lo que hay que saber y vivir, contiene la clave –a mi parecer- de la clarísima comunión producida entre el Quijote y el Romancero. En el mismo estudio, se refiere Menéndez Pelayo a la materia prima con que está hecha y señala la “naturalidad” con que Cervantes integra el romancero viejo y el folklore, “al modo de la Filosofía vulgar de Mal Lara”, dando pie así a que su más brillante discípulo, Ramón Menéndez Pidal, y el autodidacta Rodríguez Marín emprendan de nuevo el viaje romántico, esta vez de vuelta: del Romancero al Quijote.

Del Entremés de los romances y otros episodios

El discurso leído por Menéndez Pidal en el Ateneo madrileño en 1920[8] pone el dedo en la llaga acerca de un asunto que, a partir de ese momento y hasta hoy mismo, tendrá largo debate: la dependencia genética que el primer Quijote (el de la primera salida) pudiera tener del Entremés de los romances, una obrilla a la que hasta entonces se había considerado hija humilde de la novela de Cervantes[9]. Pero más importante que eso quizás resulte advertir en el estudio de Pidal la ideología (aún pertinazmente romántica) que anima su perspectiva.
En el momento de acercarse al Quijote, don Ramón llevaba más de veinte años coleccionando romances de la tradición oral y, por ende, leyendo las colecciones y pliegos del Siglo de Oro que daban fe de la frondosidad de un género al que el olvido de la generación ilustrada no había mermado ni un ápice de su vitalidad. Su descubrimiento del Romancero de tradición moderna, pues, había estado precedido de una sólida formación bibliófila, y sobre todo se sostenía en la entronización que de los romances viejos habían hecho los románticos alemanes, los primeros en calificar este corpus baladístico como una “Ilíada sin Homero”. Así las cosas, podrá entenderse que quien declarara en repetidas ocasiones que “España es el país del Romancero” se ratifique en la idea de que el Quijote representa el “verdadero espíritu hispano”, y afirme que Cervantes, “siguiendo instintos de su raza española”, creó lo que “constituye el último término de una serie, en cuanto a la intromisión del elemento cómico en el heroico… una mezcla que se viene haciendo desde la epopeya”. Así las cosas, en fin, también podrá entenderse que Menéndez Pidal, en éste y en otros textos, consagre la idea de que el genio del Quijote brilla singularmente en los momentos en los que la novela se inspira en el Romancero. En cualquier caso, convendría en tal sentido recordar la trayectoria de la balada hispánica desde los primeros momentos de la fascinación romántica hasta 1928, fecha en la que Menéndez Pidal publica su Flor nueva de romances viejos
[10], probablemente uno de los textos que mejor revele la “mentalidad del romancero” subyacente en el Quijote.
Si la interpretación nacionalista y anti-jocosa del Quijote constituye para los románticos una respuesta revolucionaria a la Ilustración, el Romancero significa algo más: nada menos que el descubrimiento de un texto que se pensaba primero extinto, luego deteriorado y, por fin, asombrosamente vivo.
Efectivamente, la llegada a España en pleno siglo XIX de las colecciones de romances viejos editadas en Europa venía a explicar la riqueza ilimitada de una literatura culta y popular, individual y colectiva, noble y plebeya, pero lamentablemente desaparecida de la memoria viva de la nación. Representaba el romancero además, para los intelectuales románticos españoles, ese estado milagroso de un pueblo en el que la inspiración, el ritmo y la cadencia, casi previos a la palabra, da lugar a la creación artística. Es decir, representaba algo idéntico a lo que Valera, por ejemplo, atribuía al Quijote, nacido para él de un estado de gracia en el que Cervantes había sido sólo el ejecutor de una inspiración épica colectiva. Y representaba, por demás, la quijotesca Edad de Oro: poesía del hombre aún no obsesionado por la razón y la experiencia, todavía no contaminado por el racionalismo.
Desde estos términos –y desde la añoranza de una edad perdida- poetas como Zorrilla o el Duque de Rivas, hechos vates, escriben sus romances (y poco más o menos desde los mismos términos, salvando las distancias, seguirán imitando el Romancero en el siglo siguiente Lorca o Alberti, pero ésa es otra historia). Desde la misma situación, por supuesto, publica Durán su Romancero, y bajo las mismas creencias aborda Menéndez Pelayo su edición de la Primavera y flor de romances de F.J. Wolf y C. Hoffman
[11]. La bibliofilia, el conocimiento exhaustivo de las colecciones salidas de las primeras imprentas del siglo XVI produce, sin embargo, sobre la mayoría de ellos, la sensación de que el monumento literario que rescatan sólo tiene pasado.
Afectos a esta idea, los del siglo XIX pensarán durante mucho tiempo que los romances recogidos por el bibliógrafo Bartolomé José Gallardo en la Cárcel de Señores de Sevilla en 1825 son una fantasía romántica más, y que el Conde Sol cantado por El Planeta que Estébanez Calderón hace aparecer en sus Escenas Andaluzas es una ensoñación del autor ajena al costumbrismo del episodio que relata. Con todo, poco a poco la percepción de que el Romancero vive en la memoria y en la voz de las clases populares se irá extendiendo gracias a las aportaciones, entre otros, de Fernán Caballero y, de manera definitiva, de los folkloristas finiseculares
[12].
En 1900 Menéndez Pelayo ultima su “Suplemento a la Primavera y flor de romances de Wolf”, que titula Romances recogidos de la tradición oral
[13], no obstante lo cual se lamenta: “este caudal poético, al parecer, ha desaparecido casi completamente de las regiones centrales de la Península, en las provincias que por antonomasia llamamos castellanas”. Antes de mandarlo a la imprenta, sin embargo, tiene la feliz oportunidad de incluir, unas páginas más adelante, la noticia del descubrimiento del romancero castellano, buena nueva que le hacen llegar por vía epistolar el recién estrenado matrimonio formado por Ramón Menéndez Pidal y María Goyri.
La anécdota del “alba del romancero castellano” se ha contado hasta la saciedad. Durante su viaje de novios por la ruta del destierro del Cid, y concretamente en El Burgo de Osma (Soria), María Goyri tiene la oportunidad de recoger de boca de la mujer que ha pasado a ser conocida como “la lavandera del Duero” un puñado de romances que la aventajada discípula de Pidal reconoce como provenientes de la antigua tradición, entre ellos una versión de La muerte del príncipe don Juan, de cuya existencia sólo se tenía noticia por las impresiones del Siglo de Oro
[14]. El descubrimiento es interpretado de inmediato por Menéndez Pidal en el sentido trascendental que realmente tenía: la prueba de que en el corazón geográfico y cultural del territorio hispano (Castilla) el romancero viejo se mantenía vivísimo, y la prueba por tanto de que la memoria histórica, la identidad nacional, permanecía en el decir poético del pueblo.
Los romances recogidos por María Goyri en su viaje de recién casada desencadenan así la pasión pidaliana por el Romancero, impulsando en los años posteriores la formación del archivo romancístico de la familia, la creación del Centro de Estudios Históricos y, lo más importante, la colaboración incondicional de cuantos estudiosos, escritores e intelectuales en general se prestaron en algún momento a recoger romances, aquí, en América y en cada rincón del mundo –como gustaba de decir don Ramón- en el que hubiera un hispano-hablante
[15].
Cuando –como decía- en 1928 Menéndez Pidal publica su Flor nueva de romances viejos el magno texto del Romancero antiguo y moderno está prácticamente hecho, y sobre todo ha sido asimilado por el hispanismo post-romántico como ese otro universo orgánico en el que lo noble y lo plebeyo, lo popular y lo culto, definen una sola memoria. Con tal sentido el saber folklórico del Romancero y el saber inspirado de Cervantes se dan la mano en la edición del Quijote preparada por Rodríguez Marín
[16], cuyos excesos eruditos no vienen sino a explicar lo inexplicable: en el Quijote y en el Romancero está lo esencial pero, además, está todo, lo vivido y lo literario, la memoria y la invención, lo particular y lo universal.
Tal sentido, plenamente romántico, alienta ese texto clave que es el proemio de la Flor nueva, al menos una excelente guía para entender la homologación casi “natural” que entre el Quijote y el Romancero se produce desde la eclosión misma del romanticismo decimonónico.
Los dos textos quedan, en estas páginas, definitivamente purificados de las contaminaciones extemporáneas con que las perniciosas modas extranjeras (a saber: los libros de caballerías y el afrancesamiento dieciochesco) pudieron ensuciarlos. Ambos se fundan en la más noble tradición épico-histórica de la Edad Media y ambos son contenedores irreemplazables de los esenciales valores nacionales. Inevitablemente, ambos se encuentran en el Siglo de Oro, y partir de ahí se inspiran mutuamente. Ambos, en fin, son los caudales únicos de ese dechado de sabiduría y discreción en el que Unamuno (otro intérprete noventayochista del Quijote) identifica la “individualización del alma del pueblo”.
La perfección alcanzada por el Quijote y el Romancero en la percepción de la filología es, pues, fruto tardío: con más débitos hacia la milagrosa y refinada supervivencia del romance en la tradición moderna, y con más débitos hacia la segunda parte de la novela cervantina, en la que el Escudero, genial síntesis del sentir y del pensar humanista, pasa de ser –en palabras de Menéndez Pidal- “Sancho el de los refranes” a ser “Sancho el de los romances”.


[1] Sobre este asunto, vid. F. Rico, “Las dos interpretaciones del Quijote”, Breve Biblioteca de Autores Españoles, Barcelona, Seix-Barral, 1990: 139-161; y A. Close, “Las interpretaciones del Quijote” incluido en la edición dirigida por F. Rico (Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, 2005: CLX-CXCI).
[2] La concepción romántica del Quijote, Barcelona, Crítica, 2005.
[3] Uno de los “descubrimientos” propiamente románticos del Quijote es su interpretación como obra con significados ocultos: Carlos M. Gutiérrez, “Cervantes, un proyecto de modernidad para el Fin de Siglo (1880-1905)”, Cervantes. Bulletin of the Cervantes Society of America, 19.1 (1999): 113-124.
[4] Editado en los vols. X y XVI de la Biblioteca de Autores Españoles.
[5] Prólogo al Romancero general, ob. cit.: XXVI
[6] “Sobre el Quijote y sobre las diferentes maneras de comentarle y juzgarle”, en Obras escogidas. Ensayos. Segunda parte, Madrid, 1928. Utilizo la siguiente edición: Discurso escrito por encargo de la RAE para conmemorar el tercer centenario de la publicación de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, Santa Fe, El Cid Editor, 2004.
[7] “Cultura literaria de Miguel de Cervantes y elaboración del Quijote”, conferencia pronunciada en 1905 en la Universidad Central de Madrid, impresa en sus Estudios de crítica literaria. Cuarta serie (s.n., Madrid, 1907: 1-64).
[8] “Un aspecto de la elaboración del Quijote”, reimpreso en Madrid, 1924. Utilizo el texto incluido en De Cervantes y Lope de Vega, Madrid, Espasa-Calpe (Austral, 120), 1940: 9-60.
[9] Puede consultarse la edición realizada por Daniel Eisenberg y Geoffrey Satagg para el Bulletin of the Cervantes Society of America, 22.2 (2002): 151-174. Para un resumen actualizado de la controversia y un estado de la cuestión, vid. Luis Andrés Murillo, “Cervantes y el Entremés de los romances”, Actas del VIII Congreso de la AIH, 1983: 353-357.
[10] Madrid, Espasa-Calpe. La Flor nueva es, entre otras cosas, un magno ejercicio de memoria: como consta en la dedicatoria, su autor la redactó ayudado por su hija Jimena, durante una ceguera temporal, lo cual pudiera tener vinculaciones nada peregrinas con el profundo sentido historicista del texto.
[11] La Primavera y Flor de Romances o Colección de los más viejos y más populares romances castellanos (Berlín, A. Asher y Comp., 1856) fue reeditada por Menéndez Pelayo en 1899 en su Antología de poetas líricos castellanos (Madrid, Colección de Escritores Castellanos).
[12] Para un resumen de estos avatares puede verse: Virtudes Atero, Romancero de la provincia de Cádiz, Fundación Machado, Universidad de Cádiz, Diputación Provincial de Cádiz, 1996, especialmente 15-20.
[13] Editado como volumen X de su Antología de poetas líricos castellanos, Madrid, Hernando, 1900.
[14] María Goyri de Menéndez Pidal, “Romance de La muerte del príncipe D. Juan”, Bulletin Hispanique, VI, 1 (1904): 29-37.
[15] Diego Catalán ha contado minuciosamente todos estos episodios en El archivo del romancero: historia documentada de un siglo de historia, Madrid, Fundación Ramón Menéndez Pidal, 2001.
[16] La anotadísima edición del erudito andaluz ve por primera vez la imprenta en 1911. Para una revisión crítica de las ediciones de Rodríguez Marín, vid. Daniel Eisenberg, “Balance del cervantismo de Francisco Ródíguez Marín”, Actas del Coloquio “Cervantes en Andalucía”, Ayuntamiento de Estepa, 1999: 54-64.

11 julio 2007

Festival de Folklore Ciudad de Cádiz: 25 años

Portada del libro conmemmorativo del 25º Aniversario del Festival Internacional de Folklore Ciudad de Cádiz. Edición del Ayuntamiento de Cádiz y de la Universidad de Cádiz, 2007.
COSA DE TODOS, TIERRA DE NADIE


El baile, la música y la poesía tradicional no tienen dueño. Tampoco una forma fija: cambian y se adaptan a cada siglo, a cada espacio, a cada comunidad humana, procurando que las personas sigan comunicándose, y procurando que la memoria (que casi es lo mismo que el afecto) aliente cada vida particular. La orfandad de la tradición es también la responsable de su olvido y, en ciertos momentos, del maltrato recibido por quienes han querido manipularla, utilizarla para el propio lucro o hacerla bandera de fanatismos y doctrinas. En su arriesgada peregrinación, el folklore parece llamado a extinguirse desde hace por lo menos un siglo, cuando la “cultura de la civilización” comenzó, decidida, a arrasar cualquier resto de memoria (que ya se sabe que, para quien quiere gobernar a la fuerza, es el primer enemigo a abatir). A estas alturas, pues, defender el folklore, hacer cualquier cosa para protegerlo, podrá ser un loco asunto, pero de lo que no cabe duda es de que se trata de un asunto honrado, con una carga importante de compromiso y decencia, enemigos a la sazón, también, de la “cultura de la civilización”.

Este loco asunto, en Cádiz, ha tenido desde hace veinticinco años como escenario el Festival de Folklore Ciudad de Cádiz, y como promotores a un puñado de ciudadanos simple e incomprensiblemente comprometidos con un encuentro que -aparte de riqueza humana y muchos quebraderos de cabeza- no les ha reportado ni el suficiente apoyo de las instituciones ni el oropel con que la vida cultural de esta ciudad premia a ciertos miembros de su comunidad. Arrancaron con el proyecto en los inicios de los ochenta, en un clima político y vital que alentaba la entrega desinteresada al progreso común, y en ese estado de gracia se han mantenido hasta hoy mismo, ciertamente ajenos a un presente que entiende la cultura, en el mejor de los casos, como objeto de trueque y, en el peor (y más frecuente), como una ocurrencia pública con rentabilidad electoral inmediata.

Recibían, en aquel entonces, una herencia difícil: la factura con que el franquismo había diseñado el folklore, a saber, una estampa típica, simplista y falsamente festiva de “los pueblos de España”, que durante décadas benefició a unos cuantos, pero que también durante décadas padecieron muchos más. Confieso que yo misma –aprendiz por aquellos años de estos asuntos de la tradición- miré con malos ojos las primeras ediciones del Festival de Folklore que, en mi opinión de entonces, venía a prolongar intempestivamente un tratamiento de la cultura tradicional dirigista que había que desterrar. Mi visión torcida de las cosas, sin embargo, se transformó radicalmente desde el momento en que conocí la labor de este grupo de amigos, a los que alentaba únicamente una verdadera confianza en el folklore como vía de conocimiento y solidaridad.

Me sigue sorprendiendo, a día de hoy, la dedicación al Festival de estos extraños “empresarios sin techo”, que cada año remontan el cansancio, postergan las vacaciones y olvidan las ingratitudes para convocar, otra vez, a danzantes y cantores de otro idioma, con los que llegan a entenderse tan estrecha y milagrosamente que han llenado el mundo de hombres y mujeres nostálgicos de Cádiz. Me sigue sorprendiendo la lucidez y la inteligencia natural que derrochan en la comprensión de la tradición popular, y el respeto con que la miran. Y quiero seguir aprendiendo de ellos.

Los interesados en el libro pueden pedirlo en estas direcciones: repeto@comcadiz.com ó rafael.galle@uca.es

Más información en el enlace al Festival del periódico La Voz de Cádiz: www.lavozdigital.es